1.
Nadie duda de que Ronald Dworkin ha sido
el teórico del Derecho más influyente en las últimas décadas; digamos, en el
último medio siglo. Pero a muchos iusfilósofos les resulta discutible que,
dejando a un lado sus extraordinarias dotes intelectuales, la influencia de
Dworkin en la cultura jurídica contemporánea pueda calificarse de positiva. Si
uno tratara de condensar en unas pocas palabras ese juicio crítico, me parece
que con lo que se encontraría sería con algo así como: “Dworkin ha puesto de moda una manera de hacer
filosofía del Derecho que se caracteriza por el uso de un lenguaje y la
difusión de un pensamiento oscuros que,
en lugar de ir más allá del positivismo jurídico de corte analítico (más allá
de Hart), supone más bien una regresión a épocas pretéritas, a las oscuridades
del iusnaturalismo pre-benthamita”.
Con ese iusfilósofo antidworkiniano (nadie en particular, pero
seguramente no sería difícil encontrar más de uno del mundo latino que
suscribiera esas palabras), yo comparto la opinión de que el estilo literario
de Dworkin no es un prodigio de claridad y de que sus tesis teóricas podrían
expresarse con mayor claridad de la que muchas veces se encuentra en sus
escritos. Pero discrepo en todo lo demás, esto es, en las cuestiones de fondo.
Dworkin ha contribuido, yo creo, de manera poderosa a que la cultura jurídica
contemporánea (o una parte de la misma) supere el positivismo jurídico, y lo
supere sin recaer en un nuevo Derecho natural (si es que pretendemos hablar del
Derecho natural con un mínimo de precisión[1]).
Su gran mérito ha consistido en proponer una nueva concepción del Derecho más
rica que la iuspositivista y que resulta también mucho más adecuada que esta
última para dar cuenta del Derecho de los Estados constitucionales; y por “dar
cuenta” entiendo no sólo describir teóricamente esos Derechos, sino elaborar
conceptos que permitan actuar con sentido en su seno. ¿Pero en qué consiste esa
nueva concepción del Derecho?
Yo creo que hay una forma simple de decirlo. La idea de Derecho de
Dworkin es, por un lado, más amplia que la iuspositivista: el Derecho consiste
para él no solamente en reglas, sino también en principios y valores, lo que
tiene como consecuencia que no quepa ya hablar de una separación estricta
(conceptual) entre el Derecho y la moral; pero, por otro lado, supone también un
nuevo enfoque del Derecho, esto es, no considerar el Derecho como una realidad
dada, como un sistema de normas o de enunciados de diversos tipos que se trata
de describir o de articular en una teoría, sino como un tipo de actividad, de
práctica social, dirigida a lograr ciertos fines y valores, y una práctica de
la que la propia teoría del Derecho forma parte, de manera que la función de
esta última no puede ser simplemente descriptiva sino más bien normativa; la
teoría del Derecho, por así decirlo, se confunde con la práctica. De manera que
lo que tendríamos (según esa visión simple de las cosas) sería una misma
(coherente) idea del Derecho que podría caracterizarse desde una perspectiva
estática (digamos, el Derecho en reposo) o, por el contrario, dinámica (el
Derecho en funcionamiento, en acción). O, para emplear otros pares de conceptos
que juegan en el mismo sentido: el Derecho como producto y como proceso, como
resultado y como actividad. No son perspectivas opuestas, sino complementarias,
pero tiene sentido atribuir a una de ellas (al Derecho como actividad, como
práctica social) primacía sobre la otra (sobre el Derecho como sistema de
normas). Y creo que esto es precisamente lo que hace Dworkin. Se entiende así
que haya contemplado, yo diría que desde siempre, la teoría del Derecho como
“un ejercicio de teoría moral y política normativa” y el Derecho mismo como un
“concepto interpretativo”[2].
Aunque, mejor dicho, quizás lo que acabo de escribir no se entienda de buenas a
primeras, puesto que no parece en principio tan obvio que la teoría del Derecho
forme parte sin más de la teoría moral y
política, y tampoco resulta claro sin más explicación qué haya de entenderse
por “concepto interpretativo”. Vayamos pues a Dworkin, en busca de una forma
menos simple, pero seguramente más profunda, de expresar esa idea de Derecho.
Si acabo de citar las expresiones utilizadas por Dworkin en un texto de
mitad de los 80 es para subrayar que la imagen que utiliza en su penúltimo
libro, Justice for Hedgehogs, para
referirse al Derecho y a la teoría del Derecho –como una “rama de la moralidad
política”- no supone ni mucho menos una ruptura con su obra de los primeros
tiempos. En esto, o sea, a propósito de la novedad de esa manera de ver el
Derecho, lo que dice Dworkin no resulta del todo claro; o, al menos, no sin
algunas precisiones.
Por un lado, afirma que se trata de una “revisión radical” (p. 400) de
la forma como la mayoría de los filósofos del Derecho (incluido él mismo) han
entendido las relaciones entre el Derecho y la moral: la visión clásica
supondría un “modelo dualista” (frente al nuevo “modelo unitario”), de acuerdo
con el cual, el Derecho y la moral serían sistemas distintos de normas. Pero
cuando se refiere a su propia obra, resulta que la visión clásica es la que él
(Dworkin) habría mantenido en el trabajo que integra el capítulo 2 de su Taking
rights seriously; pero ya habría empezado a ver las cosas de una manera muy
distinta en el que constituye el capítulo 3 del mismo libro; de manera que la
tarea de identificar cuándo y cómo tiene lugar ese cambio en la obra de Dworkin
podría plantear considerables problemas a quienes se adentren en un estudio
filológico de su pensamiento.
Por otro lado, uno no diría que
ese modelo unitario, el ver el Derecho como una rama de la moralidad política,
suponga propiamente una “revisión radical” de la teoría del Derecho sino, más
bien, una vuelta a sus orígenes, a la visión más tradicional: el Derecho como
parte de la racionalidad práctica. Eso es algo que no deja de reconocer el
propio Dworkin, cuando señala que las concepciones de Platón o de Aristóteles
estarían en la misma línea que la que él
trata de defender. Pero, además, la imagen que ahora nos ofrece Dworkin de la teoría del Derecho (y del Derecho)
parecería encajar muy bien con las concepciones tradicionales del Derecho
natural. Precisamente, Hart, en el capítulo 1 de El concepto de Derecho, utiliza esa misma expresión, al señalar que
entender el Derecho como “una rama [´branch`][3] de
la moral o de la justicia” es la doctrina característica “no sólo de las
teorías escolásticas del derecho natural sino de cierta teoría jurídica
contemporánea que critica al ‘positivismo´ jurídico heredado de Austin” (p. 9).
Como es obvio, esa “cierta teoría jurídica” a la que alude Hart no es la de
Dworkin, sino la de Fuller, autor este último en el que también estaba pensando
Hart cuando en “El positivismo jurídico y la separación entre el Derecho y la
moral”, escrito unos pocos años antes, critica una concepción “amplia” del
Derecho que permitiría en los casos difíciles (en los casos de la penumbra)
evitar considerar que los jueces gozan de discrecionalidad, ya que las reglas
jurídicas serían (según esa concepción amplia) “esencialmente incompletas” y
“los criterios de conveniencia social y los propósitos a los cuales deben
recurrir los jueces si sus decisiones han de ser racionales, deben ser
considerados como partes integrantes del derecho” (pp. 34-35).
Y, en fin, ni siquiera parece estar claro si el paso de una visión (o
una imagen) a otra del Derecho supone realmente un cambio muy radical. En algún
pasaje, Dworkin parece dar a entender que sí, pero en otros la cosa se
relativiza bastante más, de manera que el giro no afectaría a la sustancia de
la vieja confrontación entre positivismo jurídico y concepción interpretativa
del Derecho (vid. Dworkin 2011: 409). Recientemente, Jeremy Waldron ha señalado
que cuando Dworkin introduce esa distinción, en Justice in Robes, el propio Dworkin aclara que: “Mi sugerencia no
tiene fuerza sustantiva independiente: Puedo decir todo lo que deseo acerca de
la interconexión entre Derecho y moral en el clásico vocabulario que asume que
ellos [el Derecho y la moral] son contemplados razonablemente como dominios
intelectuales fundamentalmente distintos” (p. 27). Pero Waldron duda de que la
nueva posición de Dworkin deje realmente
las cosas como estaban (p. 28).
Bueno, yo creo que esas incertidumbres desaparecen en buena medida si
uno tiene en cuenta lo que antes decía: que realmente se trata de imágenes
distintas (no opuestas) de una misma idea, y que en la obra de Dworkin el lugar
predominante lo ocupa la visión dinámica del Derecho, el Derecho considerado
como actividad o como empresa, encaminada a la obtención de ciertos fines y
valores. Ahora bien, como en varias
ocasiones hizo notar Robert Summers, esa era también la idea que sobre el Derecho
tuvieron Roscoe Pound (sobre todo, en sus últimas obras [vid. César Arjona]) y,
particularmente, Fuller[4].
Pero, curiosamente, en Justice for Hedgehogs
no hay la menor referencia a ninguno de esos dos autores, como tampoco aparece
nunca mencionado Gallie, a pesar de que cualquiera diría que la famosa noción
de este último de los “conceptos esencialmente controvertidos” es, por lo menos,
un pariente próximo de los “conceptos interpretativos” de Dworkin.
Pero dejemos de lado la que podría ser insidiosa cuestión de hasta qué
punto la nueva visión del Derecho de Dworkin es realmente nueva[5] y
vayamos al tema más enjundioso de qué entiende Dworkin por “conceptos interpretativos”,
pues ahí parece radicar la clave de su concepción del Derecho.
Antes de ello, sin embargo, conviene tener muy en cuenta, a fin de
caracterizar adecuadamente la posición de Dworkin, que él distingue diversos
conceptos de Derecho, esto es, que, según él, se pueden construir, entre otros, un concepto
de Derecho en sentido sociológico, en sentido aspiracional o en sentido
doctrinal. Y que cuando él contrapone la concepción interpretativa del Derecho
a la del positivismo jurídico, en lo que está pensando es en esta última noción,
o sea, en la que utilizamos para señalar qué es lo que dice el Derecho sobre un
determinado tema: por ejemplo (es un ejemplo del propio Dworkin), que, según el
Derecho de Connecticut, el fraude es un acto ilícito (un tort). El positivismo jurídico y el interpretativismo serían
teorías acerca del “uso correcto” de ese concepto doctrinal. Y la diferencia
fundamental entre las dos teorías consistiría en que los positivistas estarían
considerando ese concepto como un concepto “criterial”, mientras que él piensa
que se trata de un concepto interpretativo (vid. Dworkin 2011: 402) .
Pues bien, Dworkin entiende por conceptos criteriales (categoriales)
aquellos respecto de los cuales puede decirse que compartimos el concepto
cuando y sólo en la medida en que usamos los mismos criterios para identificar
los casos (las instancias) que caen bajo esa categoría. Y esto vale tanto para
los conceptos precisos –como el de triángulo equilátero- como para los
conceptos vagos –como calvo o libro-; en relación con estos últimos, con los
conceptos vagos, hay acuerdo sobre cómo identificar a las personas calvas o a
los libros, salvo en los casos marginales; pero los desacuerdos que se producen
aquí sólo pueden considerarse como desacuerdos genuinos si es que efectivamente
estamos usando los mismos criterios (vid. Dworkin 2011: 158 y ss.).
Frente a ellos, los conceptos interpretativos funcionarían de otra
manera: “Compartimos un concepto interpretativo –nos dice Dworkin- cuando nuestra
conducta colectiva al usar ese concepto es explicada de la mejor manera
haciendo que su uso correcto dependa de la mejor justificación del papel que
ese concepto juega para nosotros”(p. 158). O sea, en el caso de los conceptos
interpretativos, el acuerdo en el uso del concepto no supone un acuerdo en
cuanto a un procedimiento de decisión, de manera que compartir el concepto es
compatible con la existencia de diferencias de opinión irreconciliables en
relación con los casos de aplicación (las instancias) de ese concepto. Dicho de
una manera que puede resultar más intuitiva. Podemos compartir el concepto de
justicia (ese es uno de los ejemplos favoritos de Dworkin; pero recuérdese que uno de los que ponía Gallie para ilustrar lo
que entendía por conceptos esencialmente controvertidos era el de justicia
social) y sin embargo discrepar sobre si permitir la eutanasia activa supone o
no un trato justo hacia las personas. En los conceptos interpretativos (como el
de justicia, libertad, igualdad, Derecho…) damos cuenta de nuestros acuerdos y
desacuerdos ante un caso controvertido “no encontrando criterios compartidos de
aplicación, sino suponiendo que existen prácticas compartidas en las que
figuran esos conceptos” (p. 160). El desacuerdo, en definitiva, se refiere a
qué es lo que consideramos como la mejor justificación de la práctica[6].
Y si pasamos ahora al concepto de Derecho (al concepto doctrinal de
Derecho), lo que vendría a decirnos Dworkin es que, entendido en esos términos
interpretativos, a lo que nos llevaría
ese concepto de Derecho es a tener que elucidar (al resolver cada uno de los
casos de desacuerdo, de los supuestos controvertidos sobre qué dice el Derecho
a propósito de tal tema) cuál es la interpretación del concepto que ofrece una
mejor justificación de la práctica jurídica, lo que supone embarcarse en una
tarea normativa y, en último término, moral: las razones para discrepar sobre
si el Derecho de los Estados Unidos (la mejor justificación de la práctica
jurídica en ese país) permite o no la eutanasia activa tendrán que ver, por
ejemplo, con cómo interpretar el derecho a vivir reconocido en la constitución
y en otros materiales jurídicos lo que, naturalmente, no puede hacerse sin
llevar a cabo un razonamiento de tipo moral. En seguida lo veremos.
Ahora bien, llegados a este punto, surge de manera natural la objeción
de que el razonamiento de Dworkin parece incurrir en una suerte de petición de
principio. Él tendría razón frente a los positivistas jurídicos, pero siempre y
cuando previamente hayamos aceptado ya su concepto (normativo, interpretativo)
de Derecho, frente al (descriptivo, categorial o “criterial”) de los
positivistas. O sea, la batalla sobre el concepto de Derecho que durante tanto
tiempo ha enfrentado, y sigue enfrentando, a los positivistas y a los no
positivistas (sean estos últimos partidarios o no del Derecho natural) podría pensarse muy
bien que termina en una especie de “tablas”, como hace ya tiempo sugirió Nino.
Simplemente son posibles (manejamos de hecho) muy diversos conceptos de
Derecho, algunos de los cuales son descriptivos y otros normativos. ¿Pero es
esta una solución satisfactoria? Yo creo que no. Por un lado, es cierto que hay
una pluralidad de conceptos de Derecho y que sería equivocado acabar con la misma;
pero esto es algo que, como hemos visto, reconoce con claridad Dworkin cuando
distingue entre la noción sociológica, aspiracional y doctrinal de Derecho.
También es cierto que no se puede acusar a los autores positivistas de cometer
algún tipo de error conceptual por pretender construir una noción de
Derecho en términos puramente
descriptivos y elaborar una teoría del Derecho que tiene pretensiones
exclusivamente descriptivas y de análisis
conceptual[7].
Pero es que la contraposición entre el positivismo y el no positivismo jurídico
no radica en mi opinión ahí, en el plano –diríamos- teórico, sino en el
meta-teórico[8].
La cuestión clave radica en si el modelo
de teoría del Derecho que los autores positivistas proponen es suficiente para
dar cuenta de lo que son nuestros Derechos y para guiar el trabajo de los
juristas; o si, por el contrario, necesitamos una concepción más rica, que
tenga también pretensiones normativas y no se limite a contemplar el Derecho
como un sistema de enunciados previamente establecidos por una autoridad. En
si, enfrentados a una cuestión “doctrinal”, a un caso difícil, a propósito de
lo que el Derecho de tal Estado dice a propósito de tal cuestión, el jurista
(el ciudadano interesado en el mismo) haría bien en recurrir al método positivista
basado en la cuidadosa distinción entre cuestiones –argumentaciones- morales y
jurídicas; o si, por el contrario, hallaría una respuesta mucho más
satisfactoria a partir de una concepción del Derecho como la de Dworkin según
la cual, en el sentido que en seguida veremos, el razonamiento jurídico es
también razonamiento moral.
2.
Me parece que una buena manera de
comprobar cuál es el rendimiento de una concepción del Derecho como la de
Dworkin consiste en analizar cómo opera esa idea del Derecho cuando se trata de
argumentar en relación con algún caso
difícil. Podrían ponerse muchos ejemplos, pero aquí elijo el problema de la
eutanasia. La manera de abordar esa cuestión por parte de Dworkin permite muy
bien, me parece, entender cuál es el papel que él atribuye a la argumentación
moral en el Derecho y, por tanto, en qué sentido puede decirse que el Derecho
es una rama de la moralidad política.
La Corte Suprema de los Estados Unidos tuvo que resolver, en junio de
1990, un caso que, en los meses anteriores, había dado lugar a una gran polémica en ese
país: el caso Cruzan. En esencia, se trataba de lo siguiente. Nancy Cruzan era
una mujer joven que, como consecuencia de un accidente de automóvil que se
había producido en 1983 se había quedado en un estado de coma vegetativo
permanente. Al cabo de un tiempo, los padres solicitaron a los jueces poder
retirarle la alimentación asistida. El Derecho de Misuri exigía para ello una
prueba “clara y convincente” de que ése era el deseo de la persona que se
encontraba en esa situación. Un tribunal estatal falló a favor de los padres,
pero el caso se recurrió y el Tribunal Supremo del Estado de Misuri revocó la
decisión. Recurrida de nuevo la decisión (por los padres de Cruzan), el asunto
llegó al Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos que, por mayoría (de cinco
votos frente a cuatro) confirmó este último fallo, argumentando que una persona
con capacidad para decidir podía rechazar
un tratamiento médico que no deseaba, pero que, cuando la persona era incapaz
(como ocurría aquí), los Estados podían exigir un estándar de prueba más alto,
que no había sido alcanzado por las pruebas que los padres habían ofrecido a
través del testimonio de un amigo de Nancy. Los padres de Nancy se dirigieron
entonces de nuevo a un tribunal estatal, presentaron el testimonio de tres
amigos que dijeron que Nancy les había manifestado que no desearía vivir como
un vegetal y obtuvieron una decisión favorable que no fue ya recurrida.
Finalmente, en diciembre de 1990, se le retiraron los tubos de alimentación
asistida y Nancy Cruzan murió.
Aparentemente, la decisión del Tribunal Supremo de los
Estados Unidos en el caso Cruzan podría parecer satisfactoria desde el punto de vista de un
“liberal”; aparentemente, el tribunal habría reconocido la existencia de un
derecho a morir para las personas que estuviesen en pleno uso de sus facultades,
y también para quienes estuviesen en estado de coma vegetativo permanente, si
con anterioridad a esa situación, por ejemplo, habían suscrito un testamento
vital manifestando con claridad que esa era su voluntad. Pero Dworkin,
comentando esa sentencia[9],
muestra que en la argumentación de la
misma[10] existen
ciertos presupuestos (más o menos explícitos) que lo desmienten o, al menos,
que configuran ese derecho de manera muy insatisfactoria. Uno es la presunción
de que mantener con vida a una persona en coma vegetativo irreversible es algo
que beneficia (por lo menos, en la mayor parte de las ocasiones) a quien está en esa situación. El segundo es la
suposición de que un Estado tiene un interés legítimo en mantener a esos
pacientes vivos basándose en el valor intrínseco de la vida.
Ahora bien, en relación con el
primero de esos presupuestos, Dworkin simplemente niega que tenga sentido establecer
esa presunción. En su opinión, en el caso Cruzan, el Tribunal Supremo tendría
que haber tomado la decisión de permitir que se dejara morir a una persona si,
de acuerdo con los elementos de prueba disponibles, el juez (como habría
ocurrido en ese caso) entiende que lo más probable es que, efectivamente, ese
era el deseo de la persona; esto es, no tendría que haber convalidado la
exigencia de un estándar de prueba tan exigente que, de hecho, impedía en casos
de ese tipo (relativamente frecuentes: había muy poca gente que hubiese
suscrito testamentos vitales y varios miles de pacientes en esa situación) que
pudiese garantizarse el derecho a morir. Lo que la mayoría de los jueces
estaría aceptando en la sentencia es que
mantener a una persona con vida en esas circunstancias no puede suponer
ocasionarle un daño. Y esto último es lo que niega Dworkin. Él piensa que sí se
produce ese daño, porque lo que la gente (o algunos individuos) que desea morir
en esas situaciones trata de evitar no es simplemente un sufrimiento físico (lo
que, claro está, no se produciría en el caso de los comatosos), sino también
otro tipo de daño: “les preocupa su dignidad y su integridad y la idea que otra
gente pueda tener de ellos, cómo son vistos y recordados. Muchos de ellos están
angustiados por la carga, emocional o financiera, que mantenerlos vivos pueda
suponer para sus familiares y amigos. Muchos están horrorizados al pensar en
los recursos que se van a desperdiciar con ellos y que podrían ser usados para
el beneficio de otras gentes que tienen vidas genuinas y conscientes que vivir”
(p. 136).
Y sobre el segundo de los presupuestos (el interés legítimo de los
Estados en mantener con vida a un comatoso), Dworkin señala que se basa en una
idea equivocada de lo que significa el valor intrínseco de la vida humana. En
su opinión, habría varias formas de entender en qué consiste ese valor
intrínseco. Una es de tipo religioso, pero en su opinión debe desecharse porque
choca frontalmente con una Constitución de carácter laico: consistiría en
pensar que ese valor deriva de que la vida es un don de Dios. Y, entre las
interpretaciones laicas, habría a su vez una doble opción. Una es la de
considerar que la vida humana “en cualquier forma o circunstancia es algo único
y valioso que se añade al universo, de manera que el stock de valor disminuye
si una vida es más corta de lo que hubiese podido ser” (p. 141). Pero esa
visión le parece a Dworkin que no es convincente por diversas razones; basta
con pensar en que, si se aceptara ese punto de vista, entonces habría alguna
razón para desear que la población mundial aumentara (aumentaría entonces el
stock de vidas humanas), lo que parece claramente absurdo. Él opta, por ello,
por otra interpretación (laica) del valor intrínseco de la vida, que no puede
aplicarse a cualquier forma de vida
humana y en cualquier condición; lo expresa así: “una vez que una vida humana
ha comenzado, es tremendamente importante que discurra bien, que sea una buena
y no una mala vida, una vida exitosa y no una vida desperdiciada. Mucha gente
acepta que la vida humana tiene una importancia inherente en este sentido. Ello
explica por qué la gente trata no simplemente de que sus vidas sean
placenteras, sino de hacer de ellas algo valioso y también por qué parece una
tragedia cuando la gente decide, al final de su vida, que no puede sentir ni
orgullo ni satisfacción en relación con la manera como ha vivido” (p. 141).
Un rasgo peculiar de la
argumentación de Dworkin en relación con la eutanasia es que él no acepta que
la confrontación existente al respecto entre conservadores y liberales, entre
enemigos y partidarios de la eutanasia, deba plantearse en términos de
defensores del valor de la dignidad y del carácter sagrado de la vida, por un
lado, y de los valores de autonomía y de la compasión, por el otro. Dworkin
insiste en que no hay tal contraposición de valores y asume y defiende que la
vida tiene un valor intrínseco, un carácter sagrado, pero interpreta ese valor
en un sentido no religioso. Para llevar a cabo esa operación argumentativa
efectúa algunas distinciones que pueden parecer sutiles (y que quizás lo sean)
pero que, cuando se comprenden adecuadamente, resultan simplemente necesarias: serían
las premisas bien fundamentadas que
contribuyen a configurar el mejor argumento posible a favor de la eutanasia:
pasiva y activa (esta última distinción sería realmente irrelevante). Veámoslo[11].
El primer paso consiste en distinguir dos categorías de cosas que son
intrínsecamente valiosas: unas son incrementalmente valiosas, en el sentido
de que su valor aumenta con su cantidad: cuantas más tengamos, mejor; pero
otras son intrínsecamente valiosas en
un sentido muy distinto: son valiosas porque existen y esto es lo que Dworkin
llama “sagrado” o inviolable”. “Lo sagrado
es intrínsecamente valioso porque existe –y, por lo tanto, sólo en tanto
existe-. Es inviolable por lo que
representa o encarna. No es importante que haya más personas. Pero una vez que
una vida humana ha empezado, es muy importante que florezca y no se
desperdicie” (p. 100). Eso explica que “el nervio de lo sagrado” resida en el
valor que “atribuimos al proceso, empresa o proyecto, más que al valor que
atribuimos a los resultados considerados con independencia de cómo fueron
producidos” (p. 105-106). Y que, en ciertos casos, “elegir la muerte prematura
minimice la frustración de la vida” y, en consecuencia, no ponga en entredicho
“el principio de que la vida es sagrada, sino que, por el contrario, respeta de
la mejor manera ese principio” (p. 122). Naturalmente, que la vida humana sea
valiosa en ese sentido intrínseco no quita para que lo sea también en un
sentido subjetivo e instrumental.
El segundo paso se refiere a la distinción de dos clases de razones que
las personas tienen para encaminar su vida en una dirección o en otra: intereses de experiencia e intereses críticos. El valor de los
primeros, el valor de las experiencias, depende “de que las hallemos
placenteras o excitantes como experiencias” (p. 262), y Dworkin
pone como ejemplos escuchar música, ver partidos de fútbol o trabajar duramente
en algo. Quienes no gozan con esas mismas actividades “no cometen un error, sus vidas no son peores porque no
compartan mis gustos” (p. 263). Aunque, naturalmente, hay cosas que son malas como experiencias (“el sufrimiento, la nausea
y escuchar a la mayoría de los políticos”), no desaprobamos a quienes no les
importe eso demasiado (o encuentren incluso un valor, por ejemplo, en el
sufrimiento). Ahora bien, además de esos intereses, dice Dworkin, “la mayoría
de las personas piensa que también tenemos intereses críticos, esto es, intereses cuya satisfacción hace que las vidas
sean genuinamente mejores, intereses cuyo no reconocimiento sería erróneo y las
empeoraría. Las convicciones acerca de qué ayuda globalmente a conducir una
vida buena, se refieren a esos intereses más importantes. Representan juicios
críticos y no, simplemente, preferencias acerca de experiencias” (p. 63).
Dworkin pone como ejemplos de ello mantener relaciones estrechas con sus hijos,
seguir los avances científicos, tener algún éxito en su trabajo o mantener
relaciones de amistad. Aclara que no pretende decir que los intereses de
experiencia sean especialmente frívolos y los intereses críticos
inevitablemente profundos. Los intereses críticos pueden ser de índole muy
distinta, pero parecen contener una idea de aspiración, de idealidad, y cierta
exigencia de reflexión sobre la vida como un todo. En todo caso, juegan un
papel relevante en las razones que se tienen para morir, que no son sólo las de
evitar experiencias desagradables, dolor, sino también razones críticas:
“muchos piensan que es indigno o negativo de alguna manera, vivir bajo ciertas
condiciones a pesar de que puedan conservar sus capacidades sensitivas, si es
que las conservan” (p. 274). Y las concepciones que las personas tienen sobre
cómo vivir colorean sus convicciones acerca de cuándo morir: “querrían, si
fuera posible, que sus muertes expresaran, y confirmaran así vívidamente, los
valores que consideran los más importantes de sus vidas” (p. 276). Teniendo en
cuenta, además, la pluralidad de factores
que concurren a la hora de determinar cómo terminar la vida, Dworkin
piensa que no es posible esperar “que alguna decisión uniforme sirva para todos” y de ahí que, si no han dejado
alguna previsión, el Derecho tendría, en la medida de lo posible, que “dejar las
decisiones en manos de sus parientes o de otras personas cercanas a ellos” (p.
279), que son quienes estarían en mejores condiciones para saber cuáles serían
sus mejores intereses.
Y el tercer paso se daría con la distinción (que, en realidad, se solapa
con las anteriores) entre dos formas moralmente significativas de “inversión”
creativa en nuestras vidas: la inversión
natural y la inversión humana. Los fundamentalistas religiosos tienden a poner
el énfasis en el extremo natural o biológico de la vida, mientras que los
liberales atribuyen más valor a la contribución humana (lo que hemos hecho con
nuestras vidas), lo que hace que, a veces, la eutanasia sea un medio de sostener el valor de la santidad de la
vida: “Alguien que pensara que su propia vida iría peor si se retrasara unas
semanas su inminente muerte mediante una docena de máquinas, o se le mantuviera
biológicamente vivo como un vegetal, cree que está mostrando más respeto por la
contribución humana a la santidad de la vida si, por adelantado, pone los
medios de evitar esa situación” (p. 282).
El argumento completo diría entonces que si se acepta que el carácter
sagrado de la vida supone que es un bien intrínsecamente valioso (en sentido no incremental); que lo
que da valor a la vida no son sólo los intereses de experiencia, sino (sobre
todo) los intereses críticos; y que la “inversión” humana en nuestras vidas es
al menos tan importante como la “inversión” natural; entonces lo que se sigue
no es la prohibición de la eutanasia activa (o, claro está, de la pasiva), sino
su legalización, esto es, transferir la decisión de cómo se desea morir al
propio individuo: el ejercicio de la autonomía es la única forma de respetar la
santidad de la vida. “Hacer que alguien muera en una forma que otros aprueban,
pero que él cree que es una contradicción horrorosa con su propia vida –escribe
Dworkin-, constituye una devastadora y odiosa forma de tiranía” (p. 284).
3.
Pues bien, la postura de Dworkin
en relación con la eutanasia que, en mi opinión, podría esquematizarse
en el argumento al que me acabo de referir es tanto, cabría decir, una pieza de
filosofía moral y política, como el fundamento último del razonamiento que le
lleva a sostener, en el caso Cruzan, que la respuesta correcta al mismo habría
sido la de anular la sentencia del Tribunal Supremo de Misuri. El razonamiento
jurídico es entonces, también, razonamiento moral, pero no se trata simplemente
de una reflexión de moral personal o de una propuesta política proponiendo un
cambio en el Derecho. Esas tres dimensiones de la moralidad están claramente
conectadas entre sí, pero no son tampoco exactamente lo mismo: cada una de
ellas se refiere a un tipo de práctica distinto y de ahí que quepa hablar de
una especie de unidad en la diversidad. Ahora bien, se trata de una unidad
dinámica, no estática (hablamos de prácticas, de actividades), y eso explica,
me parece, que Dworkin haya elegido la imagen (orgánica)[12]
de un árbol para expresar esa idea en lugar de recurrir, por ejemplo, a una
figura geométrica (el Derecho como especie de un género al que también
pertenece la moral personal o la moral política). Volvamos entonces a su más o
menos “nuevo” enfoque a fin de clarificar esa idea de que el Derecho (y la
teoría del Derecho: el planteamiento de Dworkin tiende más bien a difuminar las
fronteras entre una cosa –una actividad- y la otra) es una rama de la
moralidad.
Su tesis completa puede
formularse así: la teoría del Derecho viene a ser una rama de la moral o de la
filosofía política, la cual proviene a su vez de la moral personal, y esta
última de la ética. Dworkin propone con ello un esquema unitario o integrado
(en forma de árbol) que, como al comienzo decía, contrapone al modelo dualista,
basado en la existencia de dos sistemas separados de normas: las morales y las
jurídicas. Para entender bien lo que Dworkin quiere decirnos, hay que tener en
cuenta que él utiliza los términos de “ética” y de “moral” en un sentido que se
aleja algo de lo que son nuestras convenciones. Exactamente: “Los estándares
morales prescriben cómo debemos tratar a los otros; los estándares éticos, cómo
debemos vivir” (p. 191). Ahora bien, la imagen del árbol sugiere que la ética
entonces sería algo así como las raíces o el tronco que da lugar a la moral (sería
una de las ramas), de la que surge a su vez (de una de las ramas de la moral)
el Derecho. Y sugiere también claramente una noción de totalidad dinámica (
Dworkin hace suya la idea kantiana de que no podemos respetar nuestra propia
humanidad si no respetamos la humanidad en los otros): no podemos vivir bien si
no cumplimos con nuestros deberes morales; la moral y la ética están integradas
en una cierta forma que Dworkin denomina “interpretativa” (p. 202).
Pues bien, la ética –sostiene
Dworkin- establece dos ideales, vivir bien y tener una buena vida, que son
diferentes, en el sentido de que podemos vivir bien sin haber tenido una buena
vida: por ejemplo, porque hemos sufrido injusticias o vivido en la pobreza o
padecido graves enfermedades o hemos tenido una muerte prematura; y, por
supuesto, podemos haber llevado una buena vida (haber satisfecho ampliamente
nuestros intereses de experiencia) sin haber vivido bien: no hemos atendido (o
no suficientemente) a nuestros intereses críticos. Debemos, pues, vivir bien y
tener buenas vidas, pero el primer ideal prevalece sobre el segundo: debemos
reconocer que “tenemos una responsabilidad en vivir bien y creemos que vivir
bien significa crear una vida que no es simplemente agradable sino buena en un
sentido crítico” (p. 196). Por supuesto, hay muchas maneras de vivir bien, de
dar peso y dignidad a la vida. Pero todavía muchas más de vivir mal o, al menos,
de que nuestras vidas hayan sido menos valiosas de lo que hubieran podido ser.
Hay, por tanto, ciertos criterios objetivos en relación a cómo vivir, de manera
que no se trata simplemente de que uno piense que ha vivido bien y está
satisfecho con su vida: ese juicio puede estar equivocado.
Y ahora ya es el momento, y para acabar, de volver a la contraposición
entre la concepción del Derecho de Dworkin y la del positivismo jurídico.
Obviamente, es perfectamente posible que un jurista positivista, frente a un
caso como el de Nancy Cruzan, optara por la misma decisión defendida por
Dworkin. E incluso bien pudiera ser que compartiera con él esa “filosofía” de
lo que significa “vivir bien una buena vida”. Pero habría también una serie de
diferencias significativas. El jurista positivista no se habría embarcado –es
de suponer- en un razonamiento moral (al menos, no explícitamente) para dar una
respuesta (jurídica) al caso Cruzan; no podría hacerlo, so pena de renunciar a
la tesis positivista de la separación entre el Derecho y la moral o de
mantenerla, pero en términos poco satisfactorios[13].
No pretendería tampoco que la respuesta por él defendida fuera la respuesta
correcta; como mucho, sería una de las que caben en el Derecho. Tampoco habría
podido recurrir (por lo menos, no de manera interesante) a alguna teoría del
Derecho en busca de orientación para resolver la cuestión. En resumen, no
podría justificar, en términos estrictos, su decisión. Todo lo cual no
constituye todavía una razón concluyente para optar por una concepción como la
de Dworkin. Pero podría serlo si a ello le añadimos una nueva premisa: la de
que necesitamos elaborar una teoría del Derecho que pueda servir de ayuda a los
juristas que tengan que enfrentarse con problemas como el del caso Cruzan o que,
hablando en general, pretendan dar
sentido a su actividad como juristas.
[1] En una entrevista que se le hizo en Doxa, González Vicén señalaba
por qué a Dworkin no podía considerársele en absoluto como un autor
iusnaturalista: “Ahora bien, ¿es esto Derecho natural [se refiere a la manera
como Dworkin entiende los principios]? Difícilmente podrá darse a la pregunta
una respuesta afirmativa. Los “principios” de Dworkin no son reglas de validez
absoluta extraidas por el raciocinio de un orden universal de las cosas, sino sólo
<standars>, motivaciones últimas de muy diversa índole, que el juez puede
o no tomar en consideración.”, en Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero,
“Entrevista a Felipe González Vicén”, en Doxa
3, 1986, p. 325.
[2] Las expresiones provienen de su contestación a una encuesta
planteada por la revista Doxa en el año 1984 a diversos filósofos del Derecho,
sobre cómo veían ellos la disciplina y su futuro.
[3] Hart escribe la expresión
con comillas simples ( The Concept of Law,
p. 8). De todas formas, el uso de esa imagen de la rama del árbol de la
moralidad que emplea Dworkin no lo convierte, claro está, en un autor
iusnaturalista, aunque quizás sea un indicio de que la metáfora no es muy
afortunada. En mi opinión no lo es, sobre todo, porque no refleja para nada la
idea de actividad intencional (a diferencia de la escritura en cadena de una
novela, que me parece más pertinente para dar cuenta de la concepción del
Derecho de Dworkin). La crítica que con
frecuencia se dirige a Dworkin y a otros autores constitucionalistas en el
sentido de que al impugnar la tesis positivista de la separación entre el
Derecho y la moral estarían identificando el Derecho con la justicia e
imposibilitando que se pueda hablar de Derecho injusto es manifiestamente
desacertada y no merece la pena volver aquí sobre ella.
[4] Lo que no significa que no haya diferencias considerables entre
los tres autores; con Pound hay una muy manifiesta, pues este último parece
reducir los valores morales a los de la moralidad social.
[5] En una de las muchas sesiones de seminario que, en el grupo de
Alicante, hemos dedicado a discutir la obra de Dworkin Justice for Hedgehogs, “Justicia para erizos”, Jesús Vega
intervino, aproximadamente, en los siguientes términos. “Dworkin se considerará
un erizo [como se sabe, el título de la obra hace alusión a la ya clásica
distinción de Berlin entre intelectuales-erizos e intelectuales-zorros], pero
actúa más bien como un zorro que se dedica a borrar con la cola las huellas de
los autores a los que sigue; para que no quede el menor rastro”.
[6] Hay que tener en cuenta que “práctica”, para Dworkin, implica
necesariamente la idea de valor: no es, pues, simplemente un concepto
descriptivo (sociológico) de práctica como el que podría usar un autor
positivista.
[7] Otra cosa es, naturalmente, que los positivistas hayan sido o no
consistentes con esas pretensiones. En general, yo diría que no lo han sido y
que, cuando lo han sido, se han visto conducidos a la irrelevancia.
[8] Con lo que probablemente no estaría de acuerdo Dworkin, puesto que
este último ha negado con énfasis que se pueda hacer esa distinción en el plano
de la moral (lo que, parece, tendría que valer también para el Derecho)
[9] En
“The Right to Death”, publicado en The
New York Review of Books vol. XXXVIII, nº 3
corrrespondiente al 31 de enero de 1991; ahora incluido en Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The Moral Readings of the
American Constitution, Oxford University Press, 1996, cap. 5 (las páginas
citadas en el texto se refieren a este libro).
[10] La motivación de la sentencia fue escrita por el entonces
presidente del Tribunal, William Rehnquist, un notorio conservador. Dworkin es
también sumamente crítico con la fundamentación del fallo concurrente de
Antonin Scalia, otro juez con perfil políticamente muy conservador.
[11] Las citas que siguen se
refieren a Ronald Dworkin, El dominio de
la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual,
Ariel, Barcelona, 1994 (la ed. original inglesa es de 1993).
[12] Que, como antes señalaba, no es del todo un acierto: el
desarrollo orgánico no es lo mismo que la actividad humana de carácter
intencional.
[13] Me refiero a los positivistas “incluyentes” o a positivistas
“excluyentes” como Raz. Vid. sobre esto Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero,
“Dejemos atrás el positivismo jurídico”.