Texto del discurso pronunciado el 10 de junio de 2016 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Vigo.
JURISTAS Y ZORIZOS
Manuel Atienza
En un artículo conocidísimo de mitad del siglo pasado, el filósofo de la política Isaiah Berlin construyó una contraposición –que en seguida se hizo famosa- entre dos tipos de escritores, pensadores o, en general, de seres humanos. La trazó a partir de uno de los fragmentos conservados de un poeta griego, Arquíloco, que dice lo siguiente: “Muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola y grande”. El verso es un tanto oscuro, pero Berlin pensó que podía utilizarse para ilustrar el gran abismo que existe “entre, por un lado, quienes lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente o integrado, en función del cual comprenden, piensan y sienten –un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen-, y, por otro, quienes persiguen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios… Estos últimos llevan vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas más que centrípetas; su pensamiento está desperdigado, es difuso, ocupa muchos planos a la vez, aprehende el meollo de una vasta variedad de experiencias y objetos según sus particularidades, sin pretender integrarlos, consciente o inconscientemente, en una única visión interna, inmutable y localizadora” (p. 39-40).
Los primeros serían los intelectuales-erizo, y Berlin incluye en esa categoría a Dante, a Platón, a Hegel o a Nietzsche. Y en la segunda, la de los intelectuales-zorras (en la traducción que manejo se dice así, en femenino, pero no veo una razón clara para preferir “zorras” a “zorros”, como no sea la de evitar que los dos animales tengan el mismo sexo, pues hablar de “erizas” parece ciertamente extraño) sitúa a otros grandes escritores y filósofos como Shakespeare, Aristóteles, Montaigne, Erasmo o Goethe.
La distinción se ha usado, podríamos decir, ad nauseam y me parece que no es difícil entender por qué: De manera prácticamente intuitiva percibimos que la clasificación capta un aspecto importante de la personalidad humana y, en particular, del trabajo intelectual: al situar a un determinado autor en una de esas dos categorías –zorro o erizo- , parece que estamos contribuyendo a entender mejor su obra o algún aspecto de la misma. Pero eso no quiere decir, claro, que se trate de una distinción fácil de establecer y, de hecho, Berlin nos advierte de que “si se la lleva al extremo, la dicotomía se vuelve artificial, dogmática y, en última instancia, absurda” (p. 40). Es más, el ensayo en el que Berlin la introduce está dedicado a estudiar la filosofía de la historia de Tolstoi, y la tesis que el filósofo de Oxford sostiene al respecto es que “Tolstoi era una zorra por naturaleza, pero creía ser erizo” (p. 42).
Si se me permite la broma, creo que podría decirse que alguien como MarioVargas Llosa habría padecido también de un “trastorno de la personalidad” parecido al que Berlin le atribuye a Tolstoi. Y esto lo digo porque el famoso premio Nobel, en un estupendo prólogo que escribió al ensayo de Berlin hace algunos años, se caracteriza a sí mismo como un intelectual-zorro, pero eso no le impide reconocer que “todas las zorras vivimos envidiando perpetuamente a los erizos” (p. 28), o sea, que, de alguna manera, él se siente un zorro al que le habría gustado ser erizo. Bueno… Ese prólogo de Vargas Llosa es, por lo demás, interesante para lo que quiero sostener aquí porque él se plantea la cuestión de cómo se distribuyen los zorros y los erizos no sólo dentro de un solo campo –el de la literatura, la filosofía…- sino también en relación con los diversos ámbitos de la cultura. Llega a esta conclusión:
“Hay campos en los que, de manera natural, han prevalecido los erizos. La política, por ejemplo, donde las explicaciones totalizadoras, claras y coherentes de los problemas son siempre más populares y, al menos en apariencia, más eficaces a la hora de gobernar. En las artes y la literatura, en cambio, las zorras son más numerosas; no así en las ciencias, donde éstas son minoría.” (p. 27).
Y la pregunta que yo me hago es: ¿Y qué pasa con el Derecho? Pues pasa que la dicotomía en cuestión también ha encontrado su aplicación entre los juristas. La utiliza, por ejemplo, Ronald Dworkin en su último libro (el último publicado antes de su muerte), “Justice for Hedgehogs” [Justicia para erizos], para autocalificarse como un erizo (la idea “grande” a la que Dworkin apela es la de la unidad del valor: ético y moral), lo cual, en su opinión, iría a contracorriente de la línea principal de la filosofía práctica en el mundo académico anglo-americano en las últimas décadas que, más bien –según él-, habría abrazado la tesis del pluralismo moral y de los conflictos entre los principios y los ideales morales. Y también se ha utilizado la distinción, en el ámbito de la filosofía del Derecho, para presentar a Norberto Bobbio como un típico ejemplo de un intelectual-zorro, a diferencia de quien, en muchos aspectos, habría sido su maestro, Hans Kelsen, que encarnaría con claridad la figura del erizo. Toda la obra de Kelsen, como es bien sabido, gira en torno a una misma, gran, idea: el Derecho es un conjunto de normas coactivas; y la ciencia del Derecho, una ciencia normativa, en el sentido de que su cometido es estudiar el contenido, la materia (en el caso de las dogmáticas), y las formas (los conceptos) normativos (en el caso de la teoría del Derecho) dejando completamente de lado las consideraciones morales y sociológicas. Mientras que Bobbio –como ha escrito recientemente Alfonso Ruiz Miguel- “ pertenece sin duda al género de las zorras, como en efecto él mismo [o sea, Bobbio] se consideró a sí mismo”. Juicio que parece bien respaldado por la asombrosa variedad de los intereses del piamontés; por su tendencia a examinar un mismo tema desde muy diversas perspectivas, lo que le llevó, inevitablemente, a sostener también, a lo largo de su vida, posturas no sólo diferentes, sino también (en ocasiones) opuestas sobre un mismo tema; o por el rechazo que siempre manifestó hacia una concepción “sistemática” de la filosofía, de la filosofía del Derecho: de hecho, casi todos los libros de Bobbio son recopilaciones de artículos. Y creo incluso que algo de su vocación de zorro se transparenta en la contraposición que él propuso entre una filosofía del Derecho de los filósofos, esto es, construida desde arriba, a partir de alguna visión general (filosófica) del mundo que se aplica al campo del Derecho; y la filosofía del Derecho de los juristas, elaborada desde abajo, a partir de los problemas que los juristas encuentran en su trabajo profesional y para cuya resolución pueden encontrar un auxilio en la filosofía, en algún concepto, perspectiva, etc. filosófica. La preferencia que Bobbio muestra por esta segunda aproximación frente a la primera la justifica, en buena medida, porque a él le parece que, si hay que optar, es mejor inclinarse por el análisis que por la síntesis, lo que viene a ser otra manera de decir que, al menos en la filosofía del Derecho, es mejor ser zorro que erizo.
Bueno, ¿pero qué pasa con los juristas en general? O sea, no sólo con los iusfilósofos, sino con los abogados, los jueces, los notarios y el resto de los profesionales del Derecho. ¿Deberían éstos –ustedes: quienes reciben ahora, en este acto, su grado en Derecho o su postgrado en Abogacía- en su desempeño profesional comportarse más bien como zorros o como erizos? Pues bien, supongo que muchos de los asistentes (los que hayan sido capaces de mantener la atención hasta aquí) ya habrán adivinado que lo que yo quiero sostener es que deberían ser algo así como mitad zorros y mitad erizos, y de ahí el título que les enunciaba al comienzo: Juristas y “zorizos” , siendo esta última palabra, simplemente, una contracción, de “zorros” y “erizos”, y que nada tiene que ver, en cuanto a su significado, con alguna otra que pudiera sonar muy parecida.
Cuando les invito a que sean ambas cosas al mismo tiempo, zorros y erizos, zorizos, no estoy sugiriéndoles que hagan como Tólstoi o como Vargas Llosa, que se comporten como zorros y que pretendan hacerse pasar por -o que envidien- a los erizos; o bien, al revés. No; les estoy proponiendo que se comporten como buenos zorizos, porque no creo que en el caso del Derecho haya lugar para otra cosa; si acaso, para mostrar alguna mayor inclinación hacia una u otra de estas dos especies animales, pero nada más. La profesión jurídica –yo creo que cualquiera de ellas: incluida la de académico, la de profesor de Derecho, de cualquier disciplina- requiere poseer tanto las habilidades que atribuimos a los zorros (astucia para encontrar una solución adecuada para cada problema, cada situación) como las de los erizos (ser capaz de articular esa solución con razones que la vuelvan -como pasa con las púas del erizo- invulnerable). El Derecho, yo creo, es algo así como filosofía práctica aplicada a la resolución de cierto tipo de problemas sociales, y eso requiere una combinación de casuismo y de espíritu sistemático; habilidad para ser capaz de ver una misma cuestión, un mismo problema, desde muy diversos ángulos y perspectivas, pero sin perder nunca de vista las ideas generales, la unidad, del Derecho; encontrar, como decía, soluciones adecuadas para los problemas prácticos, pero sabiendo bien que esas soluciones tienen que encajar en un cuerpo teórico coherente. La manera de solucionar los problemas jurídicos, el método jurídico que uno puede encontrar –y aprender- en la obra de todos los grandes juristas, tiene inevitablemente un carácter dialéctico: consiste en arrancar de un examen, un análisis, adecuado de la realidad, del problema a resolver, para elevarse desde ahí a alguna teoría que puede tener un nivel de abstracción no muy elevado (pero la teoría en cuestión depende en último término de la idea o concepción más general que se tenga sobre el Derecho) y regresar de nuevo a la realidad, al problema. Los zorros, en nuestra profesión, no podrían lograr nada sin el auxilio de los erizos; ni, naturalmente, los erizos sin los zorros.
Ahora bien, que hay diversas maneras de comportarse en cuanto zorros es algo que puede considerarse como una verdad analítica, definicional; o sea, lo que se entiende por zorro es precisamente eso: alguien que actúa de manera distinta según las circunstancias; no hay –no puede haber- una única pauta de comportamiento zorruno: se dejaría de ser zorro. ¿Y qué pasa con los erizos? Ellos tienen –como nos decía Berlin- “una única noción central”. ¿Pero es siempre, en todos los erizos, la misma? Naturalmente, la respuesta es que no, y este “no” vale también para cada una de las actividades intelectuales en las que se aplica la distinción y, por ello, también para el campo del Derecho. Hay, en consecuencia, varias propuestas, varias alternativas, sobre cuál ha de ser esa “gran idea” –la del erizo- que se requiere en el Derecho, en el ejercicio de las profesiones jurídicas. Y de ahí la pregunta crucial que es insoslayable hacerse: ¿cuál de ellas es preferible? ¿Y por qué?
Bueno, disponemos de una cierta variedad de esas ideas-de-erizo, pero yo creo que hay dos que tienen un especial significado para la cultura jurídica –en especial, para la nuestra- y que, de alguna manera, están representadas –cada una de ellas- por dos grandes juristas antes mencionados: Kelsen y Dworkin. Si bien hay también algunas variedades a la hora de entender cada una de esas dos grandes ideas: el Derecho como norma y el Derecho como práctica social, aquí prescindiré –como es lógico- de esos detalles. La primera idea, como ya se ha dicho, consiste en ver el Derecho exclusivamente como un fenómeno autoritativo: el Derecho no sería otra cosa que un conjunto de normas establecidas según ciertos procedimientos, y a esa realidad última, el conjunto de las normas puestas, positivas, debe reconducirse cualquier problema jurídico; encontrar una solución a un problema jurídico significa encontrarla en esa realidad preexistente. Los que piensan así son los juristas normativistas. La segunda idea –el Derecho como práctica social- les parece a algunos confusa, pero yo no creo que lo sea en absoluto. Consiste en ver el Derecho como una actividad, como una empresa, guiada por fines y por valores. Se trata de una práctica autoritativa, de manera que el sistema normativo, las normas establecidas, forman parte, por supuesto, de esa idea del Derecho. Pero el Derecho no se agota ahí: no es sólo las normas, sino también los fines, los valores, que caracterizan esa práctica: la del Derecho. Encontrar una solución a un problema jurídico no es algo que pueda hacerse prescindiendo de las normas establecidas ni, por supuesto, transgrediendo los límites que el sistema normativo impone; pero en muchas ocasiones requiere una labor de construcción, de desarrollo de la práctica, sin salirse –insisto- de ella. Recurro a algunos símiles que se han usado en ocasiones para dar cuenta –de una manera, por así decirlo, impresionista- de lo que supone asumir esta segunda idea del Derecho en lugar de la otra. El Derecho no equivale a un gran navío, sino más bien al arte de la navegación. No es tanto un gran libro (ya escrito, donde están contenidas las normas jurídicas), sino que se asemeja más a la empresa de escribirlo, de escribir lo que se ha llamado una “novela en cadena” y en la que cada autor, cada participante en la práctica, tiene que hacerlo partiendo de los capítulos ya escritos y esforzándose por dotar de coherencia al conjunto. No es un gran edificio ya terminado –una gran catedral- sino la empresa de seguir construyendo procurando que las innovaciones, las mejoras, que se van introduciendo se acomoden en la medida de lo posible a lo previamente construido. No es un objeto inerme, un pedazo de realidad natural, sino un artefacto, algo que se construye para lograr ciertos propósitos.
Como no estoy seguro de haberme expresado con suficiente claridad, voy a añadir un ejemplo que me parece ilustrativo de lo que quiero decir. El juez que ha condenado a una persona –oía la noticia esta mañana en la radio- a una pena de bastantes años de prisión por haberse apropiado de una pequeña cantidad de dinero –creo que no llegaba a 80 euros- habrá pensado seguramente que su decisión se justifica porque él –o ella- habrá encontrado alguna norma (algún conjunto de normas) que, “leída sin prejuicios y sin sesgo ideológico de ningún tipo” dice precisamente eso: que a ese tipo de acto le corresponde esa pena. ¿Pero acaso no forma parte también del Derecho penal español cosas tales como la función socializadora de la pena, el principio de necesidad de la pena, de proporcionalidad…que es lo que da sentido a la práctica y a las normas que la regulan? ¿Alguien puede creer que el Derecho penal español –por imperfecto que sea- impedía la adopción de una decisión que no chocara de forma tan grotesca, tan escandalosa, con el sentido común? En De inventione, Cicerón escribía –anticipándose en cierto modo a lo de “la bouche de la loi” de Montesquieu- que el legislador “ha previsto que los jueces pertenezcan a un determinado orden y tengan una determinada edad con la idea de que no se limiten a leer en voz alta lo que él ha escrito, cosa que cualquier niño podría hacer” (p. 284). Y otro tanto podría decirse del resto de las profesiones jurídicas.
Si creen que puede servirles de algo mi experiencia de más de 40 años trabajando con el Derecho, yo les diría –a los nuevos juristas, a los nuevos abogados que ahora se reciben- que la principal conclusión a la que me parece haber llegado después de todos estos años puede resumirse así: un jurista –un buen jurista- tiene que ser un verdadero zorizo (a veces, una sola letra –ya no una palabra- marca una diferencia importante), pero un zorizo de un tipo especial que, me temo, no es siempre el que forma nuestras Facultades de Derecho. Pero para hablar de esto último no es esta la ocasión.
Mis últimas palabras: ¡Zorizeen en el Derecho lo mejor que puedan…y que les vaya muy bien, en lo personal y en lo profesional!
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