lunes, 12 de marzo de 2018

Para Ernesto

Texto leído en la Fundación Coloquio Jurídico Europeo con ocasión de la concesión de la medalla de la Fundación a Ernesto Garzón Valdés.


Querido Ernesto:

Desde que me encomendaron, hace un par de semanas, la tarea (el honor) de recibir en tu nombre la medalla de la Fundación Coloquio Jurídico Europeo he estado pensando en cuál sería la mejor forma de cumplir con el encargo y he optado (como puedes comprobar) por el género epistolar. Tiene la ventaja de que me permite expresar lo que quiero expresar en un tono próximo y sin solemnidad; o sea, en el estilo que tú habrías utilizado si la dichosa caída de hace unos días no te hubiese impedido estar ahora con nosotros.

La medalla es un reconocimiento a una exitosa y sorprendente empresa intelectual a la que en su día te empujó (pero fue un empujón amable y yo diría que casi consentido) nuestro común amigo Celestino Pardo y que luego, en seguida, contó con el apoyo de muchos otros registradores, juristas y amigos, y muy particularmente, claro, con el de Isabel de la Iglesia. Digo “exitosa” porque la Fundación Coloquio Jurídico Europeo ha celebrado ya más de 50 seminarios en los que han participado algunos de los juristas (en el sentido amplio de la expresión) más reconocidos e influyentes no sólo de Europa, sino también de América; seminarios que luego han dado lugar a una estupenda colección (con un elegante diseño que se debe a Antonio Pau) que ha tenido además una réplica en Latinoamerica. Y lo de “sorprendente” tiene que ver con el hecho de que esa empresa de altos vuelos jurídicos no tenga su centro en la universidad, sino en una entidad básicamente vinculada con la práctica del Derecho: en el Colegio de Registradores de España. Como a ti te gusta repetir, España ha cambiado mucho en las últimas décadas; en más de un aspecto somos un país respetable y capaz de llevar a cabo tareas inimaginables en muchos otros.

Cuando, hace unos días, me puse a pensar en el contenido de esta carta, me vino a la cabeza el recuerdo de cuando te conocí, en el aeropuerto de Barajas, en septiembre de 1976. Yo había ido a buscarte con Elías Díaz. Apareciste –venías de Alemania-  con una cartera –un portafolios-  y una maleta y, después de saludarnos, me ofrecí a ayudarte con alguno de los dos bultos, pero tú te negaste a ello de manera enérgica y, por supuesto, con la cordialidad y elegancia que, uno diría, forma parte consustancial con tu persona. He contado muchas veces esta anécdota (alguna vez incluso me la habrás oído en un acto como éste), porque me parece que define muy bien uno de los rasgos más característicos de tu personalidad y que encaja con toda exactitud en lo que Ortega y Gasset llamaba hombre noble, en el sentido de esforzado o excelente, y que contraponía al hombre-masa, al hombre vulgar. He acudido a mi ejemplar de La rebelión de las masas para buscar una cita apropiada y no me ha costado encontrarla (aunque sí leerla: la tipografía de los libros de la Colección Austral sí que se corresponde con la España de otros tiempos):

“[E]l hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que al comienzo distinguíamos al hombre excelente del hombre vulgar diciendo que aquél es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada, sino que se contenta con lo que es y está encantado consigo. Contra lo que suele creerse es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre. No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina –la vida noble-. La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige”.

Realmente es como si Ortega estuviera pensando en ti en el momento en que escribía esas líneas (más o menos, por las mismas fechas de tu nacimiento; hacia 1927). A través de todos estos años en los que he tenido ocasión de compartir tantas cosas contigo, he podido ver muchas veces repetida esa escena de la maleta: la negativa a recibir una ayuda en relación con algo que tú podías hacer por ti mismo y, en cambio, tu disposición a ayudar a los otros por pura generosidad o, para decirlo con las expresiones de Ortega, porque la vida noble te exigía eso: verte a ti mismo como titular de obligaciones hacia los demás, no de derechos. A ti, en fin, la vida no te ha sabido sin el servicio a una causa trascendente que en tu caso cabría llamar “la salvación intelectual de los jóvenes”. Hasta incorporaste a tu léxico personal ese lenguaje escatológico que a algunos nos hacía tanta gracia: “Fulano se ha salvado, ha conseguido un buen puesto de profesor en…”; “hay que salvar a Zutano, ¡es un tipo tan inteligente!”. Y por lo que se refiere a otro de los rasgos que aparece en la caracterización de Ortega, el de una vida de disciplina, recuerdo, en alguna de mis estancias en el apartamento de la Hohenzollernstrasse, en Bad-Godesberg, que la regla que te autoimpusiste de traducir al menos dos páginas al día no dejabas de cumplirla ni siquiera cuando llegabas de madrugada de alguno de tus extenuantes y frecuentes  viajes; yo creo mucho –solías decir- en el trabajo de la hormiguita: poco a poco se puede conseguir mucho. Lema que te aplicaste, también de manera implacable, para trasladar tu biblioteca personal –de unos cuantos miles de volúmenes- a la casa de Delia: todavía te recuerdo todas las tardes saliendo del apartamento con un par de bolsas repletas de libros.

Esta semana me ha tocado hablar, en la clase de Filosofía del Derecho, de Hobbes y como hago siempre (y trato de que lo hagan también los estudiantes, pero cada año con menos éxito: el “Plan Bolonia” sigue adelante con su implacable labor de zapa) he vuelto a leer algunos pasajes de El Leviatán. Y me he encontrado con la formulación del principio de gratitud que para él constituye nada más y nada menos que una ley de naturaleza, la cuarta:

“[Q]ue un hombre que reciba beneficio de otro por mera gracia se esfuerce para que aquel que lo haya dado no tenga causa razonable para arrepentirse de su buena voluntad”.

No forma parte, desde luego, del ideario de la “vida noble” orteguiana. La razón hobbesiana (la que está por detrás de sus leyes de naturaleza) es más bien su antítesis, y de ahí la explicación que Hobbes da de esa ley: “pues nadie da mas que con la intención de procurarse a sí mismo un bien, porque el dar es voluntario, y en todo acto voluntario el objeto es para todo hombre su propio bien. Por tanto, si los hombres ven que quedarán frustrados, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, ayuda mutua”.

Bueno, por suerte, hoy sabemos que ese rasgo antropológico tan agudamente percibido por Hobbes (y que ha pasado a conformar la identidad central del homo oeconomicus) tiene sus excepciones; o sea, no somos, o no somos del todo, maximizadores de utilidades. Y ese “fallo” de la racionalidad económica es lo que ha permitido, entre otras cosas, que muchos hayamos podido gozar de la ventaja de contar con un maestro como tú, que lo has sido tanto en el terreno de lo intelectual como en el de la vida en general.

 Por lo demás, sé muy bien que tú estás completamente de acuerdo con la regla práctica que se sigue de la ley hobbesiana: debemos mostrar gratitud hacia aquellos de quienes recibimos beneficios sin que nos pidan nada a cambio; y que lo único que considerarías objetable es que su justificación no vendría (o no vendría solamente) de la racionalidad instrumental (a lo Hobbes), sino (sobre todo) de la racionalidad propiamente moral, que para ti significa fundamentalmente la moral kantiana. He contado también muchas veces una anécdota que refleja muy bien ese deber de gratitud que constituye igualmente un rasgo señero de tu personalidad. Permíteme que la repita aquí. Cuando en 1974 el peronismo autoritario y de derechas te expulsó del servicio diplomático (de la embajada de Bonn en donde eras agregado) y te quedaste en Alemania literalmente en la calle, recibiste en seguida un telegrama de Theodor Viehweg en el que el autor de Tópica y Jurisprudencia, que era a la sazón catedrático en la Universidad de Maynz, con la que tú colaborabas, te anunciaba que te enviaba su sueldo completo del mes “por razones de amistad”. Desde entonces has tenido ese telegrama enmarcado y colgado en la pared, enfrente de tu mesa de trabajo, aunque estoy seguro de que no habrías necesitado de esa ayuda visual para sentirte agradecido de por vida por ese gesto.

En fin, como puedes imaginarte, no he traído esta anécdota a colación para sugerirte que hagas con la medalla que yo estoy recibiendo ahora en tu nombre lo mismo que con el telegrama de Viehweg. Hay además una diferencia considerable entre esas dos situaciones puesto que, para decirlo ahora con Hobbes, el “comienzo de benevolencia” está en este caso en ti y no en quienes te entregan la medalla. Aunque, pensándolo bien, quizás pudiéramos invertir en esta ocasión las cosas (el orden de los deberes) y recordarte que nos debes algo: volver a estar pronto aquí, en este Colegio de Registradores, presidiendo una nueva sesión del Coloquio Jurídico Europeo.

Espero (esperamos todos) que te recuperes muy pronto y, para utilizar el argentinismo que tantas veces te he oído pronunciar, muchos cariños para Delia y un gran abrazo para ti.
        

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