viernes, 7 de diciembre de 2018

En el 40 aniversario de la Constitución

Presento aquí mi ponencia en la mesa redonda que se celebró en la Facultad de Derecho de Alicante el 5 de diciembre de 2018.

EN EL 40 ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN

1. La Constitución española de la que ahora se cumplen 40 años de vigencia significó un momento clave de la transición y, como casi todos los grandes acontecimientos históricos, proyecta sobre la realidad posterior tanto luces como sombras. En este caso, las luces son muchísimas más que las sombras, pero eso es algo que no puede ser percibido por quienes adoptan la actitud de taparse los ojos ante la realidad.

2. El éxito de la transición española es tan evidente como el de la Constitución de 1978 y resulta incomprensible (o algo peor) que haya tanta gente empeñada en negarlo.  El llamado “régimen del 78” instauró (o contribuyó a instaurar) lo que, sin lugar a dudas, ha sido el mejor periodo de la historia de España, y ha hecho de nuestro país uno de los lugares más habitables del planeta. En cuanto a la Constitución, es también obvio que se trata de una de las más avanzadas de cuantas existen y que, además, ha ejercido una gran influencia en muchísimas otras de las que luego se promulgaron en Latinoamérica (con alguna excepción, como la bolivariana de Venezuela).

3. La Constitución contiene una amplia declaración de derechos y establece un sistema de protección de los mismos que, sin duda, resiste la comparación con cualquier otro de los hoy existentes. Es, de todas formas, insuficiente porque no garantiza adecuadamente derechos sociales básicos, como el derecho a la vivienda o a una renta básica. No se puede olvidar, sin embargo, que España es uno de los países en los que más protegido está el derecho a la salud (esta es una de las luces del sistema). Aunque no pueda decirse lo mismo de otras prestaciones características del Estado del bienestar o del Estado constitucional sin más: el que tengamos un Estado aconfesional más bien que un Estado plenamente laico (esta es una de las sombras de la Constitución) se debe, como es sabido, a la influencia que la Iglesia católica ejerció sobre la redacción del texto constitucional.

4. Poner en duda el carácter democrático de la Constitución por haber establecido una forma de Estado monárquica es un claro indicio de infantilismo conceptual, de la incapacidad de pensar con sentido crítico. Como el Partido Comunista de España (y otras fuerzas de izquierda de tradición republicana) reconocieron durante la transición, la opción políticamente significativa no es entre república y monarquía, sino entre democracia y dictadura; y el éxito de una constitución depende de manera muy fundamental de que logre suscitar un amplio consenso. Pero hay además algunos otros argumentos que quienes parecen empeñados por no adquirir la mayoría de edad en asuntos políticos no parecen captar: uno es que no pocos de entre los más avanzados Estados de nuestros días son monarquías (Gran Bretaña, Dinamarca, Suecia…); otro, que muchas de las más horrendas dictaduras del siglo XX tenían forma de república (ahorrémonos los nombres); y un tercero, que el presidente de una república (piense en lector en quiénes lo podrían haber sido en la España de las últimas décadas) tiende a ser mucho menos neutral que un rey constitucional y, en consecuencia, bastante más difícil de sobrellevar para una buena parte de la población (la que no comulga con la ideología política del partido –o coalición de partidos- que representa el presidente).

5. Lo que sí ha supuesto una clara rémora para el desarrollo igualitario de los derechos ha sido el nacionalismo periférico –vasco y catalán-, que ha terminado por despertar también al otro, al nacionalismo españolista. La explicación es obvia: el nacionalismo es una ideología que no se basa en la defensa de los derechos de los individuos (en la igualdad, la dignidad y la autonomía de todos y cada uno de nosotros que constituye el núcleo de la moral ilustrada, la moral justificada), sino en los de una entidad –una ficción- supraindividual: la nación. Y lo que resulta inexplicable (o, mejor, lamentable, además de peligroso) es la deriva nacionalista que tantas formaciones de izquierda parecen haber seguido en los últimos tiempos. A estas últimas el pasado, el terrible y sangriento pasado del siglo XX, no parece haberles enseñado nada.

6. La otra gran amenaza para la democracia y el Estado de Derecho que se cierne sobre nosotros (en este caso, no solo sobre los españoles) es el populismo. La apelación directa al pueblo, saltándose las mediaciones y procedimientos que requiere la vida política -en especial en sociedades tan complejas como las nuestras-, es la vía que los totalitarismos de todo tipo suelen emplear para ejercer la dominación política. Y el único remedio conocido para evitarlo son las instituciones del Estado de Derecho y, en particular, el imperio de la ley que la Constitución española –como todas las otras- establece y garantiza.

7. En los últimos tiempos, el mayor desafío a la vigencia de la Constitución y de las instituciones democráticas es el llamado “derecho a decidir” que defienden los partidos nacionalistas y el populismo que se considera a sí mismo de izquierdas. Sobre lo cual conviene decir lo siguiente. Los derechos pueden entenderse en un sentido propiamente jurídico, o bien en un sentido moral. En sentido jurídico, es patente que no existe tal derecho: ni desde la perspectiva del Derecho interno, ni tampoco desde la del Derecho internacional. Y quien lo reivindique en el plano moral (para tratar de convertirlo en un verdadero derecho jurídico) tiene ante sí dos vías: la de la persuasión (la que la Constitución ampara) o la de la imposición a los demás (que es la seguida por el llamado “procés”).

8. Con frecuencia se dice (y así lo había creído hasta hace poco) que una de las reformas más necesarias de la Constitución es la transformación del Senado en una auténtica cámara de representación territorial. Pero la lectura del reciente (y excelente) libro de Blanco Valdés, “Luz tras las tinieblas. Vindicación de la España constitucional”, me ha persuadido de que las posibilidades de que un cambio de ese tipo pueda servir para resolver el problema de la integración política de los nacionalismos son nulas o muy escasas. De manera que habrá que contentarse simplemente con suprimir una institución que, en efecto, no parece haber sido de utilidad más que para los propios políticos.

9. En relación con la conversión del Estado español en un Estado federal, la situación es, en cierto modo, la inversa. España es ya, de hecho, un Estado federal (las Autonomías tienen tantos o más poderes que los Estados prácticamente de cualquier Federación), de manera que el cambio a producir sería más bien de tipo nominal. Y lo que sí sería importante es establecer una cláusula que fijara con precisión (lo que no hace la actual Constitución) cuáles son las competencias exclusivas de la Federación.

10. Una mirada realista a la situación actual española lleva a pensar que la reforma de la Constitución es tanto necesaria (básicamente, para ampliar algunos derechos sociales e introducir otros; y para clarificar el carácter federal del Estado) como imposible, o muy improbable, al menos a corto plazo. Para que se produjera, necesitaríamos que se creara lo que cabría llamar un “momento hobbesiano” que es, en último término, lo que hizo posible la transición y la propia Constitución: o sea, la conciencia generalizada de que hay un gran mal que nos amenaza a todos y que solo puede evitarse si se alcanza un consenso amplio en las cuestiones más básicas.

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