lunes, 28 de mayo de 2018

martes, 22 de mayo de 2018

miércoles, 16 de mayo de 2018

miércoles, 9 de mayo de 2018

Antes eran los niños los que imitaban a los adultos

Publicado en el diario INFORMACIÓN el domingo 6 de mayo de 2018. Pincha en la imagen para ampliar.


A propósito del caso de "la Manada"

Mi intervención en la mesa redonda sobre este asunto que se celebró en la Facultad de Derecho de la Universidad de Alicante el 8 de mayo de 2018:

A  PROPÓSITO  DEL  CASO  DE  “LA MANADA”.                                                                 

1.
Las reacciones que se han producido a propósito de la sentencia sobre el caso de La Manada no suponen una acción colectiva de la que haya que sentirse muy orgullosos. Puede verse en ello un aspecto positivo: una reacción fuerte contra la violencia machista. Pero sobre todo ha consistido en una oleada de histeria colectiva a la que  ha contribuido también mucha gente (muchos “opinadores”)  que antes habían dado muestras de aprecio por el pensamiento reflexivo. A mí me ha sorprendido, por ejemplo, encontrar entre los incitadores a esa histeria colectiva a periodistas de la SER, columnistas de El País, constitucionalistas, historiadores, parlamentarios europeos o  representantes de la ONU. Y me ha confortado comprobar que entre los profesores de Derecho penal, entre los jueces o entre los juristas en general, lo que ha predominado más bien ha sido la prudencia y, por qué no decirlo, el discurso racional. Acabo de escuchar ahora una intervención de una insigne representante del movimiento feminista, Amelia Valcárcel, defendiendo la idea de que el feminismo es un movimiento a favor de la civilidad (y que los varones, al parecer sin excepciones, estamos en estado de naturaleza). No dudo de que en términos generales sea así, o sea, que el feminismo sea un movimiento liberador (yo no creo encontrarme en estado de naturaleza), pero quizás no esté de más recordarle a Valcárcel (algo, por lo demás, que ella –que, entre otras cosas, es consejera de Estado- ha de saber de sobra) que también el Derecho juega –y ha jugado- un papel civilizatorio ( la  existencia del Derecho –y del Estado- es lo que caracteriza el paso desde el estado de naturaleza al de sociedad civil) y, muy en especial, el Derecho penal de la Ilustración.

2.
Como en la marabunta que ha generado la sentencia (dos penalistas –Alicia Gil y José Núñez- han titulado uno de los mejores artículos que he leído sobre el asunto de esta elocuente manera: “La Manada y la jauría”) no se ha hecho mucho hincapié en ello, me parece que conviene insistir en que el Derecho penal moderno (civilizado y civilizatorio) no propende (no debe propender) precisamente al entusiasmo punitivo. Por el contrario, los principios en los que debe basarse son, entre otros, el de Derecho penal mínimo (quizás el más importante de todos), el de legalidad en sentido estricto, el de presunción de inocencia y el de proporcionalidad de las penas.

3.
Cuando se participa en una polémica o en un movimiento social es importante darse cuenta de que no basta con tener razón, con perseguir un fin justo. Los medios utilizados para ello (aunque sean medios verbales) son también esenciales. Por poner un ejemplo: la Revolución francesa produjo la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, pero también el Gobierno del Terror. Y, por si a alguien se le ocurriera hacer alguna extrapolación precipitada, yo no temo que el feminismo pretenda inaugurar un gobierno del terror o alguna cosa por el estilo; a diferencia de otros  movimientos “revolucionarios”, el feminismo siempre se ha caracterizado por el uso de medios pacíficos, por rechazar y combatir la violencia. Pero sí hay alguna razón para pensar que cierto tipo de feminismo (al que en alguna ocasión me he permitido calificar  “de brocha gorda”) encarna un prototipo de pensamiento dogmático: cerrado y sordo a las razones. De manera que, si se llevasen a cabo los cursos de género para jueces (y me imagino que no sólo) que tantos parecen propugnar, sería conveniente que se pusiera cierto cuidado para que los mismos no se convirtieran en cursos de adoctrinamiento acrítico.

4.
Recuerdo haberle oído alguna vez a Javier Muguerza (y ahora he podido ratificarlo en internet) referirse a una famosa investigación realizada por dos conocidos filósofos representantes de la escuela de Francfort, Horkheimer y Adorno. Trataban de establecer las señas de identidad de la personalidad autoritaria (el estudio es de los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial), o sea, lo que hace a alguien proclive al antisemitismo, a la violencia, etc. (para decirlo crudamente: la personalidad de un fascista). Para ello habían ideado un experimento que consistía en mostrar a un grupo de personas una sucesión de imágenes que iban desde un gato a un perro, y por el medio se incluían figuras de animales que combinaban en distintas dosis rasgos de gato y de perro, generando un continuo: desde lo que sería  inequívocamente un gato a un también  inequívocamente perro. Pues bien, lo que caracterizaba (según ellos) a las personalidades autoritarias  era que no veían los casos de la penumbra, los matices: sus respuestas eran del tipo gato-gato-gato-perro-perro-perro, y no  gato-gato con algo de perro- más gato que perro, etc.
¿Y no ocurre algo parecido con tanta gente empeñada en que no existen casos de la penumbra entre lo que es y lo que no es violación, entre  lo que es o no intimidación, etc.? ¿Cómo es posible que no vaya a haber esas zonas de oscuridad, de incertidumbre, a la hora de distinguir las diversas  acciones delictivas que suponen atentados contra la libertad sexual, o entre el acto sexual consentido y el no consentido?

5.
La reivindicación de los matices no supone por mi parte ningún tipo de adhesión al relativismo moral. Creo que hay normas y valores que valen objetivamente, o sea, que tienen carácter universal (quizás mejor: universalizable), pero cuya formulación (más o menos completa) puede suponer entrar en precisiones (reconocer excepciones) que no siempre es fácil determinar en abstracto. Para poner un ejemplo que resulta familiar a los juristas: está permitido expresarse libremente, salvo que las expresiones supongan calumniar a alguien, generar una situación de peligro, incitar al odio o a la violencia, etc. Y esa existencia de normas de valor objetivo se aplica también, como es lógico, al principio de libertad sexual. Este punto es admitido además por todos los que han participado en, o han generado, la polémica en torno al caso de La Manada: Nadie ha puesto en duda el principio de permisividad de las relaciones sexuales que tengan lugar entre adultos y mediando consentimiento, así como de su ilicitud cuando ese consentimiento no existe, o está viciado.

6.
El caso que ha tenido que resolver la sección segunda de la Audiencia Provincial de Navarra es, con toda evidencia, un caso difícil. No un caso para el que no exista una respuesta correcta en nuestro Derecho, sino uno que no cabe resolver “a bote pronto”, de manera más o menos automática, sino que exige reflexión. Se trata de lo que suele llamarse un problema de calificación (en la tradición retórica se hablaba de “cuestión definicional”), lo que quiere decir que involucra dificultades de prueba y de interpretación, sin ser exactamente ni una cosa ni la otra. Y aquí me parece importante remarcar que las definiciones de los términos que aparecen en las leyes suelen ser redefiniciones (no definiciones lexicográficas -las del diccionario-, o estipulativas –como es usual que ocurra en la ciencia-), o sea, se parte del significado que tal expresión tiene en el uso corriente de la lengua, pero se precisa (se reconstruye) en una cierta forma. Consecuencia de ello es que lo que en el uso ordinario del lenguaje llamamos “violación” (tener cierto tipo de relaciones sexuales sin mediar consentimiento) no coincide del todo con lo que se entiende por violación a efectos penales; o, mejor dicho, lo que en la lengua ordinaria se entiende por violación, en el lenguaje del Código penal español se traduciría por tener ese tipo de relaciones sexuales no consentidas en el contexto de una agresión sexual que suponga intimidación o violencia o bien en el contexto de una situación de abuso con ciertas condiciones. De manera que  la sentencia (que calificó los hechos de abuso sexual con prevalimiento) sí que reconoce que el caso de La Manada es un caso de violación, lo que ordinariamente se llama violación; o sea, establece como probado que no hubo consentimiento por parte de la víctima, aunque tampoco existiera intimidación o violencia. Si a eso se añade que la sentencia condenó a todos los autores (los miembros de La Manada) a una pena de 9 años de cárcel más 5 de libertad vigilada, lo que se sigue es que las manifestaciones con los carteles de “Hermana, yo sí te creo” o las interpretaciones de la sentencia en términos de “Los jueces han decretado barra libre para la violación” están completamente fuera de lugar. A lo mejor resulta que a los cursos de formación en género a los que antes me refería habría que añadir cursos de formación en gramática, en interpretación  y en moderación, a los que sería conveniente que acudieran no sólo los jueces.

7.
La idea de que debería reformarse el Código penal para que los casos de agresiones sexuales pudieran resolverse de manera, cabría decir, automática, sin que los jueces gocen de ningún tipo de discrecionalidad, es ingenua y puede llegar a ser peligrosa. Ingenua, porque el lenguaje natural en el que están redactados los artículos de un código tiene necesariamente que ser interpretado; los problemas de la penumbra son inevitables aunque, desde luego, es bien posible reducir esa penumbra, sobre todo si se trata de textos legislativos –el Código penal- que no son precisamente un prodigio de buena técnica legislativa. Pero es también –o puede llegar a ser- peligrosa, porque esos intentos podrían producir resultados muy poco razonables. El juez no puede ser simplemente “la bouche de la loi”, ni siquiera tratándose del Derecho penal. Y el clima que se ha creado -de “populismo penal”, como algunos lo han llamado- no es precisamente el más propicio para introducir los cambios que seguramente sería conveniente introducir. Baste con decir que –y creo que es la opinión de muchísimos juristas y penalistas- el más importante, o uno de los más importantes, de esos cambios tendría que consistir en reducir las penas del Código (aunque no sólo en relación con los delitos contra la libertad sexual). ¿Pero quién va a ser capaz de defender esa propuesta en los tiempos que corren?  En fin, me temo que con las reformas del Código penal en nuestro país (y ha habido muchísimas en las últimas décadas) ha ocurrido algo parecido a lo que hemos vivido con las reformas de los planes de estudio en las Facultades de Derecho: cada una de ellas ha dejado las cosas peor (en ocasiones, bastante peor) de lo que estaban.

8.
Hay una distinción ya clásica en la teoría de la argumentación jurídica (importada de la filosofía de la ciencia) que podría contribuir a entender mejor algunos aspectos de la sentencia. Se trata de la distinción entre el contexto de descubrimiento y el de justificación (de una decisión judicial). O sea, una cosa es el proceso psíquico, social, etc. que lleva –que ha llevado- a unos jueces a tomar una decisión, y otra cosa son las razones que dan –que han dado- para justificar esa decisión. Son planos distintos, pero que no pueden separarse radicalmente. Y así, para entender la motivación, tanto de la sentencia como del voto particular, resulta muy importante tomar en consideración lo que fue el proceso interno de deliberación en el interior del tribunal. Naturalmente, lo que conocemos a través de la lectura del texto de la sentencia no es eso (lo que aparece es exclusivamente la justificación), pero hay algunos elementos que sí podemos conjeturar con cierto fundamento. Quiero decir, parece bastante plausible pensar que las discrepancias entre los tres magistrados (dos por un lado, uno por el otro) debieron alcanzar un considerable  grado de enconamiento, lo que podría explicar que, por un lado, la sentencia mayoritaria parezca estar dirigida esencialmente a negar las tesis del juez minoritario (la de la absolución), mientras que el voto de este último apunte, a veces de manera casi obsesiva, a desacreditar los fundamentos de la sentencia (lo que habían sostenido los otros dos). Como consecuencia de ello (quizás también de otros factores) lo que tenemos es un texto desmesuradamente largo (más desmesurado todavía en el caso del voto particular) y dirigido (o dirigidos) a un auditorio equivocado. La extensión dificulta sin duda la comprensión de la sentencia y, en particular en este caso, ha favorecido que casi nadie la haya leído (o no haya leído más que algunos pasajes: los más llamativos), lo que contribuye a explicar el bajo nivel de la discusión pública que hemos tenido al respecto. Y el otro error ha sido todavía peor. Puesto que se sabía de sobra que la sentencia en este caso de La Manada no iba a pasar inadvertida a la opinión pública, los jueces, al redactarla, tendrían que haber sido conscientes de a quien se estaban dirigiendo. No quiero decir, por cierto, que tuviera que ser menos “rigurosa” sino que tendría que haber estado redactada de manera que se facilitara su lectura y adecuada comprensión. Por referirme a un par de detalles: El texto de la mayoría está plagado de errores gramaticales, lo que hace pensar que su redactor (o redactores) no se tomó (tomaron) la molestia de repasarlo. Y el voto particular dedica nada menos que 30  páginas a enfatizar la importancia que tiene la presunción de inocencia, como si en lugar de dictando una sentencia estuviera dando una clase de Derecho procesal.

9.
Lo que se ha podido oír (o leer) en los medios de comunicación sobre el voto particular es, en mi opinión, bastante preocupante.  Impresiona comprobar la facilidad con la que se pueden emitir opiniones, por decir lo menos, contundentes, sobre algo de lo que se ignora prácticamente todo. Que haya políticos, como el lamentable ministro Catalá (pero, ¡ojo!, no es el único, ni el partido popular la única fuerza política que se ha comportado en este caso con verdadera desmesura), dispuestos a cualquier cosa (no sólo a mentir) si piensan que con ello pueden obtener algún rédito político. Y, sobre todo, lo que a mí me asusta más es el poco aprecio que tantos parecen tener por la libertad de expresión, por la imparcialidad judicial y, en definitiva, por el Estado de Derecho: ¿Cómo alguien puede haber pensado que el juez en cuestión merecía que se tomara alguna medida disciplinaria contra él, simplemente por el hecho de haber discrepado –dando razones- de las tesis de sus colegas?
Dicho lo cual, tengo que añadir que yo no estoy de acuerdo con ese voto particular, ni en el fondo ni en la forma. No lo estoy en relación con lo que sostiene (con sus tesis de fondo), pues considero que hay suficientes elementos de prueba como para poder establecer como un hecho que en el caso de La Manada no hubo consentimiento por parte de la mujer, y que esos elementos probatorios eran suficientes como para derrotar la presunción de inocencia. Pero esto quizás sea lo de menos: uno puede entender que haya alguien que piense de otra manera, y el juez da para ello razones que a mí no me parecen suficientes pero que, desde luego, son muy dignas de ser discutidas: incluso creo que contribuyen a poder entender mejor el caso.  Lo que me parece completamente equivocado es el estilo de su voto (insisto una vez más, de longitud desmesurada). Y es equivocado porque parece más el alegato de un abogado (un abogado defensor de los acusados) que la motivación de un juez. Lo que, yo creo, tendría que haber expresado en su voto particular (y quizás no lo haya hecho por lo que decía en el anterior punto) es la existencia de dudas razonables sobre el carácter no consentido de lo ocurrido. Por supuesto, dando las razones pertinentes para justificar por qué tenía esas dudas y por qué la existencia de las mismas junto con el principio de presunción de inocencia le llevaba a la declaración de inocencia de los procesados, sin tener que empeñarse para ello en mostrar y magnificar lo equivocados que estaban sus colegas. Lo cual, por cierto, le habría permitido muy probablemente escribir un voto de unas 20 o 30 páginas, y no de más de 200.

10.
Y vayamos ahora a la sentencia, a la opinión de la mayoría. Como antes he dicho, su redacción es un tanto defectuosa, pero en su conjunto resulta un texto coherente, y la decisión a la que llega, razonable. El autor del voto disidente les “acusa” (creo que no me excedo al utilizar esta expresión) de hacer un relato de los hechos sesgado para que el mismo concuerde con la calificación y el fallo. No dudo de que tenga razón en esto, pero otro tanto se le podría reprochar a él: el hurto del móvil –que es un elemento que no parece contribuir a dar verosimilitud a su relato de los hechos- está extrañamente silenciado en su prolijísimo examen del material fáctico. Aunque, si uno recuerda la famosa crítica de Jerome Frank (formulada hace casi un siglo) al silogismo judicial y su descripción de cuál es el proceso psicológico que lleva a los jueces a tomar primero una decisión (establecer la conclusión del razonamiento) para luego construir las premisas, lo que habría que decir es que ese es, simplemente, un proceso inevitable (así es como la gente de hecho –y no sólo los jueces- toma las decisiones) y, en ese sentido, no merecedor de ningún juicio de reproche. En lo que habría que fijarse no es en eso, sino en si las razones justificativas aportadas en la sentencia resultan o no satisfactorias. Y sobre esto, y para concluir, a mí me gustaría señalar lo siguiente: 
     En primer lugar, quienes se enfrenten con el material probatorio existente y las normas jurídicas aplicables al caso llegarían, yo creo, con cierta facilidad a un primer acuerdo consistente en negar la existencia tanto de consentimiento como de violencia; el problema de calificación se circunscribiría entonces al de optar por la figura de abuso con prevalimiento, o bien de agresión sexual con intimidación. 
     En segundo lugar, creo que personas razonables tendrían que reconocer que estas dos figuras, por un lado, no tienen contornos completamente nítidos (no están perfectamente elaboradas por la doctrina y por la jurisprudencia: quizás no puedan estarlo), y, por otro lado, tienen entre sí un considerable grado de homogeneidad (esta última es, creo, doctrina generalmente aceptada), de manera que las discrepancias que pudiera haber en este punto no deberían exacerbarse. Es más, el prevalimiento suele definirse como una intimidación de grado menor, de manera que lo que se discute sería, entonces, simplemente  una cuestión de grado, aunque en este caso una diferencia de grado pueda significar también una diferencia cualitativa. Pero, en todo caso, nadie se coloca fuera de la razonabilidad por defender una u otra tesis.
       En tercer lugar, parecería que uno debería inclinarse, desde un punto de vista  más bien abstracto, por considerar que lo que habría  habido ha sido más bien intimidación que prevalimiento. Y la razón principal para ello es que, en principio, el prevalimiento lleva a pensar en un tipo de circunstancias que no son las aquí presentes.
     Sin embargo, y en cuarto lugar, hay dos elementos que podrían inclinar la balanza en favor de la calificación efectuada en la sentencia (abuso con prevalimiento). Uno es que la no existencia de violencia (esto, creo, es algo claro) y alguna duda razonable que pudiera tenerse sobre la prueba en relación con la intimidación, debería llevar, lógicamente, a optar por la figura menos grave. Y el otro es que optar por calificar como agresión sexual con intimidación llevaría a imponer una pena que podría considerarse manifiestamente excesiva, esto es, iría en contra del principio de proporcionalidad de la pena (y no parece muy claro que pudiera evitarse esa consecuencia sin llevar a cabo un verdadero “retorcimiento” de las normas penales).
     De manera que, todo sumado, si yo hubiese sido uno de los miembros del tribunal, me parece que habría optado por la decisión de la mayoría.