La lectura, hace unos días, de un artículo de Mario Vargas Llosa,
“Los parias del Caribe”, me ha llevado a interesarme por una reciente sentencia
del Tribunal Constitucional de la República Dominicana que está causando -y con
razón- un considerable revuelo. La decisión del alto tribunal del pasado 23 de
septiembre (168/13) niega la nacionalidad dominicana a los hijos de inmigrantes
irregulares y ha merecido, por parte del gran escritor peruano, juicios de una
extremada dureza. Así, califica la sentencia de “aberración jurídica”,
“inspirada en las famosas leyes hitlerianas de los años treinta”, de
“paralogismo jurídico”, etc. Y de quienes la dictaron afirma que “a la crueldad
e inhumanidad de semejantes jueces se suma la hipocresía”; aunque señala
también que “los dos jueces disidentes” del tribunal “salvaron el honor de la institución y de su
país oponiéndose a una medida claramente racista y discriminatoria”.
¿Tiene razón Vargas
Llosa al descalificar de esa manera al tribunal y a la sentencia? Mi respuesta, después de haber leído con
detalle la justificación de la decisión (de unas 150 páginas), es que sí; lo
que prueba, por cierto, una vez más, que el sentido común, el sentido de la
justicia y la técnica jurídica no pueden ir por caminos muy separados. O sea,
que no hace falta ser un experto en Derecho para darse cuenta de que ciertas
decisiones de los tribunales, simplemente, no pueden tener cabida en nuestros
ordenamientos jurídicos porque, si la tuvieran, el Derecho de los Estados
constitucionales no podría ser considerado como una institución, una práctica,
racional encaminada a la obtención de decisiones razonablemente justas. Hay,
ciertamente, algunas cuestiones de detalle, de precisión jurídica, que podrían
aducirse en relación con ese artículo, pero ninguna de ellas reviste verdadera
importancia. Yo diría que la principal corrección a introducir es que los
miembros disidentes del tribunal no fueron “dos jueces”, como afirma Vargas
Llosa, sino “dos juezas”, lo cual podría tener algún significado cuando se
advierte que, de los trece magistrados firmantes de la sentencia, sólo tres
eran mujeres. Por lo demás, el voto disidente de una de ellas, Katia Miguelina
Jiménez Martínez, es un notable ejemplo de argumentación jurídica: un modelo de
buena técnica jurídica al servicio de una causa justa. Lo que no puede decirse del voto mayoritario,
por más que deba reconocerse en el mismo un
buen oficio jurídico pero, ay, encaminado a justificar lo
injustificable. Y pasemos ya de las (des)calificaciones al análisis.
El caso había sido
planteado por una mujer, Juliana Deguis Pierre, hija de padres (braceros)
haitianos, pero nacida en la República
Dominicana, en 1984, y que había vivido siempre en este último país; como
escribe Vargas Llosa: “nunca ha salido de su tierra natal. Jamás aprendió
francés ni créole y su única lengua es el bello y musical español de
sabor dominicano”. En el año 2008,
provista de su acta de nacimiento, solicitó por primera vez su cédula de
identidad y electoral, pero las autoridades (la Junta Central Electoral) no
sólo le denegaron esa petición, sino que le quitaron el acta de nacimiento por
entender que la misma se había expedido de manera irregular, “porque sus
apellidos son haitianos”. Juliana Deguis Pierre recurrió entonces la decisión
ante los tribunales alegando que la misma
vulneraba sus derechos fundamentales y solicitando en consecuencia que
se le entregase el acta y la cédula, pero no consiguió su propósito. El caso
llegó finalmente, en revisión de la sentencia de amparo, ante el Tribunal
Constitucional que, en lo esencial, ratificó las anteriores decisiones por
entender que Juliana Deguis Pierre no cumplía con las condiciones para obtener
la cédula de identidad y electoral establecidas por el Derecho dominicano.
Más en concreto, los
pasos que constituyen el razonamiento central del tribunal vendrían a ser estos: 1) La norma aplicable al caso es
el artículo 11.1 de la Constitución de la República Dominicana de 1966 que establece
que son nacionales dominicanos: “Todas las personas que nacieren en el
territorio de la República, con excepción de los hijos legítimos de los
extranjeros residentes en el país en representación diplomática o los que estén
de tránsito en él”. 2) Se plantea entonces un problema de interpretación en
relación a cómo haya de entenderse la expresión “los que estén de tránsito en
él”, y el tribunal acude, para resolverlo, a una ley de inmigración de 1939,
que hace una clasificación de extranjeros entre inmigrantes y no inmigrantes; a
su vez, dentro de esta última categoría, la ley incluye cuatro grupos de
personas: los visitantes en viajes de negocios, estudio, recreo o curiosidad;
las personas que transiten a través del territorio de la República en viaje al
extranjero; las personas que estén sirviendo algún empleo en naves marítimas o
aéreas; y los jornaleros temporeros y sus familias. La clasificación tiene una
consecuencia muy importante, pues los
extranjeros inmigrantes “pueden residir indefinidamente en la República”,
mientras que la ley establece que “a los no inmigrantes les será concedida
solamente una admisión temporal”; es más, en relación con la última
subcategoría de no inmigrantes, la de los jornaleros temporeros, la ley precisa
que “serán admitidos en el territorio dominicano únicamente cuando soliciten su
introducción las empresas agrícolas y esto en la cantidad y bajo las
condiciones que prescriba la Secretaría de Estado de Interior y Policía, para
llenar las necesidades de tales empresas y para vigilar su admisión, estadía
temporal y regreso al país de donde procedieron”. 3) La expresión de la
Constitución de 1966, “los [extranjeros] que estén de tránsito en él [en el
país]” hay que entender entonces que significa los extranjeros “no inmigrantes”.
4) A esta última categoría pertenecen los
padres de Juliana Deguis Pierre, que eran unos de esos “jornaleros
temporeros”. 5) Por lo tanto, Juliana Deguis Pierre cae dentro de la excepción
señalada por el artículo de la Constitución de 1966: ella no es nacional
dominicana.
A ese argumento
central, el tribunal añade algunos otros que juegan, por así decirlo, un papel
de refuerzo. Los más importantes parecen ser los siguientes: 1) En el caso de
las niñas Yean y Bosico contra República Dominicana, la Corte Interamericana de
Derechos Humanos condenó, en 2005, a este país por haber violado el derecho a
la nacionalidad y a la igualdad ante la ley (las niñas eran también hijas de
haitianos a las que se había negado la nacionalidad dominicana), pero esa decisión
se habría basado en una serie de errores: haber confundido la categoría de
“extranjeros transeúntes” con la de “extranjeros en tránsito”; no haber tenido
en cuenta que, en materia de nacionalidad, “los Estados deben contar con un
nivel de discrecionalidad importante” o, dicho de otra manera, que aquí debería
jugar el concepto de “margen de apreciación” (a favor de los Estados)
introducido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; no haber tenido en
cuenta tampoco que esa categoría de “extranjeros en tránsito” no es privativa
del Derecho dominicano, sino que figura también en el Derecho colombiano y en
el chileno. 2) La decisión del tribunal constitucional en el caso de Juliana
Deguis Pierre (como en el de las niñas Yean y Bosico) no supone convertir a
esas personas en apátridas, puesto que, según el Derecho haitiano, ellas
tendrían derecho a obtener esa nacionalidad. 3) Tampoco se estaría aplicando
retroactivamente el Derecho, esto es, lo que toma en cuenta el tribunal no es
la categoría (que figura en una ley de 2004 y en la Constitución de 2010) de
“extranjeros que residen ilegalmente en el territorio dominicano” sino, como
hemos visto, la de “extranjeros en tránsito” de la Constitución de 1966. 4) Y
menos aún podría aducirse que a Juliana Deguis Pierre se le estaría privando de
un derecho (la nacionalidad dominicana) que se le habría reconocido en el acta
de nacimiento, porque la misma se habría expedido irregularmente; como dice la
sentencia recurrida en revisión: “los hechos ilícitos no pueden producir
efectos jurídicos válidos a favor del promotor ni del beneficiario de la
violación”.
Empecemos entonces por
examinar la solidez de estos últimos argumentos. El primero supone, por un
lado, cometer la falacia de evadir la cuestión, puesto que la decisión de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene fuerza vinculante para los
tribunales (para todas las autoridades) de los países que han firmado la
Convención, y éstos no pueden dejar de aplicarla porque discrepen de la misma,
por más que sus discrepancias pudieran basarse en buenas razones. Pero es que
además, y por otro lado, esas razones aducidas por el tribunal son realmente
muy malas razones. La supuesta confusión entre “extranjeros transeúntes” y
“extranjeros en tránsito”, de haber existido, no juega ningún papel relevante
en la argumentación de la Corte interamericana. Lo que sí es relevante, y lleno
de sentido, es el criterio establecido
por este último tribunal, según el cual, “para considerar a una persona como
transeúnte o en tránsito, independientemente de la clasificación que se
utilice, el Estado debe respetar un límite temporal razonable, y ser coherente
con el hecho de que un extranjero que desarrolla vínculos en un Estado no puede
ser equiparado a un transeúnte o a una persona en tránsito”. Por lo demás, el
concepto de “margen de apreciación”, tal y como lo usa el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos (y como lo usaría cualquier persona razonable), tiene,
naturalmente, sus límites; para hablar claro, puede entenderse que un país
establezca, amparándose en esa idea, medidas migratorias más estrictas que
otros, pero no podría aceptarse que una de ellas consistiera, por ejemplo, en
discriminar por razón de raza o de sexo. Y por lo que se refiere a la última de
las razones, a la de que “otros también lo hacen”, parece obvio que no puede
ser una buena razón si lo que hacen estuviera mal; pero es que, además, todo
hace pensar que el Tribunal Constitucional dominicano se equivoca al pensar así
y comete, ahora, una nueva falacia, la de la equivocidad: pues lo injustificado
no es usar el criterio de estar de paso en un país o no estar domiciliado en él
para negar la nacionalidad a alguien, sino entender que una persona que ha nacido y vivido toda su vida (en el caso de
la mujer de la sentencia, casi 30 años) en un país, esté “en tránsito” en el
mismo o se le niegue la posibilidad de tener en él un “domicilio legal”; y, por
lo que se puede leer en la sentencia, ni Colombia ni Chile (pero sí la
República Dominicana) estarían en esa situación.
En fin, el resto de
los que he llamado “argumentos de refuerzo” no merecen tampoco mucho más
crédito que el anterior. Por lo que se refiere a que las personas (varios
cientos de miles) a las que se les estaría negando la nacionalidad dominicana
no quedarían apátridas, es inevitable recordar lo que decía Vargas Llosa,
respecto a la crueldad, inhumanidad e hipocresía que destila la sentencia.
Pues, obviamente, no se trata aquí de una cuestión formal, de que a alguien se
le pueda calificar de una u otra forma, sino de una cuestión sustantiva, de si
a alguien se le coloca o no en una situación de vulnerabilidad; tiene por ello
toda la razón una de las juezas disidentes cuando, en su fallo, escribe: “se
promueve [con la sentencia de la mayoría] la condición de apátrida de la
recurrente Juliana Deguis, por cuanto ésta tendría que someterse a un
procedimiento cuya duración la dejaría desprovista de personalidad jurídica y
vulnerable, situación que se agrava pues la recurrente no tiene ningún vínculo
con Haití, y está siendo no sólo desnacionalizada, sino forzada a ser
haitiana”. Sobre si se está aplicando o no retroactivamente el Derecho, el
tribunal estaría también incurriendo en una especie de quid pro quo:
pues lo importante, en materia de
derechos fundamentales, no es si el Derecho se está aplicando retroactiva o irrretroactivamente, sino si se
está aplicando el Derecho (las normas -y
la interpretación de las mismas-) más favorable para la protección y tutela del
derecho de que se trate. Y sobre el uso del principio de que “nadie puede
obtener provecho como consecuencia de un acto ilícito suyo” no queda de nuevo
más remedio que volver a recordar la triada de los epítetos (crueldad,
inhumanidad e hipocresía) traídos a colación por el escritor peruano: ni Juliana
ni sus padres (que no habrían presentado sus cédulas de identidad al
inscribirla en el registro) cometieron ningún ilícito sino que, en todo caso,
la irregularidad habría que atribuírsela a las autoridades del país; de manera
que el principio que en realidad se estaría aplicando aquí es el de que “los
individuos son responsables por las irregularidades –se trate o no de actos
ilícitos- cometidas por las autoridades”.
Pero, con todo, lo
peor, el punto más débil, de la sentencia no está ahí, sino en lo que he
llamado el argumento principal. Y lo está porque, para interpretar el artículo
11 de la Constitución de 1966, el Tribunal Constitucional apela, como hemos
visto, a las clasificaciones de extranjeros establecidas en una ley de 1939 sin
darse cuenta, al parecer, de que las mismas implican una clara discriminación
hacia las personas de una cierta condición, e integran un caso que podría
denominarse “de libro” de lo que supone atentar contra el principio de dignidad
humana. Un principio esgrimido en los dos fallos de las juezas disidentes que
se refieren para ello a diversos artículos de la Constitución vigente en la
República Dominicana, la cual considera
a este principio –o a este valor- como el fundamento de todos los
derechos fundamentales. Pues bien, si el lector vuelve ahora a leer (quizás ni
siquiera haga falta, pues lo recordará) lo que esa ley decía sobre las
condiciones de admisión de los jornaleros temporeros en la República Dominicana
no tendrá ninguna dificultad para darse cuenta, a sensu contrario, de lo
que Kant entendía por respetar la dignidad humana, por reconocer a alguien como
persona: tratarle como un fin en sí mismo y no como un simple instrumento al
servicio de otros, en este caso, al servicio de las empresas agrícolas. Y ese atentado
contra la dignidad se plasma –podríamos decir, normativamente- en el trato
discriminatorio que supone incluir en una misma categoría, considerar como
iguales a efectos de obtener la ciudadanía dominicana, a grupos de personas que
están en condiciones muy distintas; o, mejor dicho, las tres primeras
subcategorías de los “extranjeros no inmigrantes” obedecen a un mismo principio
(son individuos que no tienen arraigo en el país), mientras que en relación con
la cuarta (la de los jornaleros temporeros) la razón para incluirlos ahí es
otra muy distinta: son individuos arraigados en el país (hasta el punto de que
han podido nacer en él y haber vivido en el mismo durante décadas) pero a los
que, simplemente, no se desea reconocer como ciudadanos, como iguales. El
propósito de discriminación no podría estar más a las claras.
Pues bien, si la
República Dominicana es un Estado de Derecho, un Estado constitucional, parece
obvio que no puede considerarse como Derecho válido de ese Estado a ninguna
norma (o interpretación de una norma) que implique un trato discriminatorio e
indigno. Dicho si se quiere de manera más técnica: la “regla de reconocimiento”
del Derecho dominicano nos dice que es Derecho válido en ese país las normas
contenidas en su Constitución (de 2010), las dictadas posteriormente de
conformidad con lo ahí establecido, y las existentes con anterioridad, en la
medida en que no hayan sido explícitamente derogadas o bien se opongan a lo
establecido en la Constitución. Que una ley promulgada durante los ominosos
gobiernos de Trujillo (gobernase formalmente él o alguien que obedeciese a sus
dictados) y en un momento de auge de las leyes raciales en el mundo contenga
elementos contrarios a los más elementales derechos humanos no puede
constituir, desde luego, una sorpresa para nadie. Lo que sí resulta chocante es
que eso no lo hayan advertido once magistrados de un tribunal constitucional
cuyo rol fundamental es precisamente el de velar por la constitucionalidad de
las leyes.
Alguna vez he pensado
que ser miembro de un tribunal constitucional supone tener una gran fortuna
moral, pues sitúa a la persona que desempeña esa función en una posición
privilegiada para hacer justicia. Es por ello triste constatar que once de los
trece miembros del Tribunal Constitucional de la República Dominicana han
dejado pasar esa oportunidad de actuar no de manera heroica, sino en
conformidad con lo que el Derecho y la justicia requeriría. Toda una
oportunidad perdida.