Un gran escritor español contemporáneo,
Rafael Sánchez Ferlosio, escribió en una ocasión el siguiente aforismo:
“El que quiera mandar guarde al menos un
último respeto hacia el que ha de obedecerle: absténgase de darle
explicaciones”.[1]
El significado de ese aforismo parecería en
principio, al menos en parte, coincidir con el del mandato contenido en una
Real Cédula del rey Carlos III de 23 de julio de 1778, que pasó luego a formar
parte de la Novísima Recopilación ( ley VIII, tit. 16, libro XI):
«Para evitar los perjuicios que resultan
con la práctica, que observa la Audiencia de Mallorca, de motivar sus
sentencias, dando lugar á cabilaciones de los litigantes, consumiendo mucho
tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen á ser un resumen del
proceso, y las costas que á las partes se siguen; mando cese en dicha práctica
de motivar sus sentencias, ateniéndose á las palabras decisorias, como se
observa en mi Consejo, y en la mayor parte de los tribunales del Reyno...»
La interpretación de esos dos textos nos
enfrenta, por cierto, con los problemas del formalismo. Pues lo que antes he
dicho (el que ambos expresen la misma
idea: la indeseabilidad de que los jueces motiven sus decisiones) supone que
uno trata de desentrañar el significado de esos dos textos a partir de su
sentido literal o, al menos, considerando sobre todo esa dimensión. Si nos
aproximamos a los mismos desde esa perspectiva es cuando nos encontramos con
que, efectivamente, el significado normativo de esos dos textos parece ser el
mismo; la única diferencia perceptible se encontraría en su distinta fuerza
normativa: el de Sánchez Ferlosio no podría pasar de ser una sugerencia,
mientras que el de Carlos III sería una orden, un mandato respaldado - es de
imaginar- por algún tipo de sanción.
Sin embargo, si tratáramos de entender
esos dos textos tomando en consideración no simplemente lo que dicen, sino
también, sobre todo, por qué lo dicen (la razón subyacente a cada uno de ellos),
nos daríamos cuenta de que el significado de ambos es muy diferente entre sí. Tanto, que bien
podría decirse que enuncian tesis opuestas. Mientras que Sánchez Ferlosio
representa, en cierto modo, un punto de vista libertario, la Real Cédula es,
obviamente, una manifestación de una concepción autoritaria del poder. Lo que
está haciendo el autor del primer texto es negar legitimidad a cualquier tipo
de autoridad que cuente con el respaldo de la fuerza, esto es, a las
autoridades políticas y jurídicas. Hay otro aforismo o pensamiento breve que,
en la obra antes citada de Sánchez Ferlosio, sigue al anterior y que, en
realidad (sería un ejercicio de interpretación sistemática), lo aclara:
“Aquel que en última instancia se halla
siempre dispuesto, si es preciso, a no vacilar en imponer su autoridad más
valdría que desistiese ya desde el principio de querer empezar por intentar ser
escuchado. Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también
violencia.”(p. 21)
No hay, por cierto, ninguna duda de que lo
que está sosteniendo aquí Sánchez Ferlosio se aplica de lleno a las
motivaciones de las decisiones judiciales. En las mismas, los jueces ofrecen las
razones por las que alguien debe realizar un determinado curso de acción (hacer
cumplir una pena de cárcel, que se deje de aplicar una ley o un reglamento
declarado inconstitucional o ilegal, etc.). Puede ser muy bien el caso de que
el juez pretenda, con sus razones, persuadir a
otras autoridades, a los afectados, etc. para que hagan o dejen de hacer
ciertas cosas. Pero el carácter obligatorio de sus decisiones no depende de que
tengan o no éxito en esa labor de persuasión. De manera que lo que en realidad
está diciéndonos Sánchez Ferlosio es que, cuando el presunto argumentador es
una autoridad – alguien que cuenta con el respaldo del uso de la fuerza para
hacer cumplir lo que ordena-, no cabe en sentido estricto hablar de
justificación, de argumentación racional. Se trataría entonces, a lo más, de
una apariencia de justificación o, quizás mejor, de una farsa que oculta la
verdadera realidad de los hechos. El parentesco de lo que ahí se dice con lo
sostenido, en la teoría del Derecho, por algunos realistas jurídicos o por los
partidarios de las llamadas teorías “críticas” del Derecho resulta evidente. En
resumen: las autoridades no deben pretender justificar sus decisiones, porque
no pueden hacerlo; esta es la razón
fundamental que subyace al texto de Sánchez Ferlosio citado al comienzo y la
que nos permite entender su rechazo a que los jueces –en general, las
autoridades- pretendan justificar sus actos de poder.
¿Y cuáles serán entonces las razones que
están por detrás de la Real Cédula de Carlos III? Las aparentes o manifiestas
son, como se trasluce fácilmente del texto, que los jueces no deben motivar por
razones de eficiencia, para evitar perder tiempo a los litigantes o para
impedir que sus propias decisiones –mandatos- pierdan nitidez. Sin embargo, ese
análisis no parece satisfactorio. Además de las anteriores, cabe sospechar que
hay también alguna razón latente, más o menos oculta, pero que a un lector de
nuestros días no le resulta difícil descubrir: la autoridad que tiene que dar
explicaciones de lo que hace se debilita, pierde con ello, en realidad, algo de
su autoridad. En la medida en que sus decisiones puedan ser vistas (al menos en
parte) como dictados de la razón y no simplemente como imposiciones de una
voluntad, pueden también ser discutidas y, en cierto modo, pasan a ser menos
obligatorias. De manera que a lo que nos lleva este análisis es a una conclusión opuesta a la anterior: no
a que no puedan justificarse las
decisiones, sino a que no debe
hacerse, o a que no resulta conveniente justificar las decisiones. En el Leviatán, Hobbes expresó ese punto de
vista con toda claridad : el poder (absoluto) del Estado se debilita si “los
hombres se consideran capacitados para debatir y disputar entre sí acerca de
los mandatos”[2].
Parece, por lo tanto, claro que el punto
de vista de Sánchez Ferlosio y el de la Real Cédula de Carlos III son, en
efecto, incompatibles entre sí: la prohibición de la realización de una
determinada acción (motivar las decisiones), presupone necesariamente (la
creencia de que) esa acción puede ser realizada, esto es, presupone lo que
Sánchez Ferlosio niega. Pues si realmente no fuera posible motivar las
decisiones, entonces no tendría sentirlo prohibirlo…a no ser que hubiera
razones para pensar que la autoridad que dicta esa prohibición fuera también
(como Sánchez Ferlosio) escéptica con respecto a la posibilidad de que puedan
justificarse en sentido estricto las decisiones y, por lo tanto, que lo que
pretende prohibir sea, simplemente, lo que antes hemos llamado una “apariencia” de justificación. Pero,
bueno, dejemos de lado este tipo de
cavilaciones, quizás en exceso sutiles, y volvamos a lo que más importa ahora,
a si se pueden contestar –y cómo habría que hacerlo- las dos cuestiones
planteadas por esos dos textos: 1) ¿se pueden justificar las decisiones
judiciales?; 2) ¿se debe hacer, esto es,
deben los jueces motivar sus decisiones?
No es obviamente este el momento de una
reflexión en profundidad sobre lo que realmente son grandes cuestiones de orden
filosófico y jurídico y que, en consecuencia, han dado lugar a muchas e
intrincadas discusiones. En su lugar, me voy a limitar a presentar, en una
forma también aforística, una serie de afirmaciones que, como digo,
necesitarían de muchas aclaraciones y precisiones que, sin embargo, habrá que
dejar para otro momento. Y como soy aficionado a los decálogos (aunque la mía
no sea precisamente una personalidad religiosa), resumiré todo ello en forma de
diez puntos, de los que quizás pudieran derivarse diez mandamientos, o incluso alguno
más:
1. Por motivar
podría entenderse la actividad –o el resultado de la actividad- consistente en
dar buenas razones en la forma adecuada con el propósito de lograr la
persuasión. Hay, pues, tres elementos a distinguir (y reunir): las buenas
razones, la forma de presentarlas, y el propósito de persuasión.
2. ”Buenas
razones” significa “buenas razones justificativas” , de las que no forman parte
( o no necesariamente) los motivos, los antecedentes causales que pueden haber
llevado a un juez o a un tribunal a decidir de una determinada forma. Por
ejemplo, un deseo de venganza, de favorecer los intereses de tal persona,
corporación, proyecto político, etc. o de no ver revocada una resolución no
constituyen buenas razones, puesto que no tienen carácter justificativo, sino
explicativo.
3 .Las buenas
razones tienen que ser razones válidas en Derecho y estas, a su vez, pueden ser
de distintos tipos: a) razones autoritativas o formales, como aplicar una norma
( porque ha sido establecida por la autoridad), seguir un precedente o recurrir
a la analogía; b) razones finalistas, como tomar una decisión porque de esa
manera se satisface un fin legítimo de acuerdo con el Derecho (favorecer el
desarrollo económico, fomentar la educación); c) razones de corrección: la
decisión supone un trato equilibrado a las partes de un contrato, protege la
buena fe, etc; d)razones institucionales: al decidir así, el juez respeta el
principio de la división de poderes y no invade una competencia legislativa.
4. La “forma
adecuada” se refiere a la forma lógica del razonamiento. El tramo final de una
motivación judicial es el famoso silogismo subsuntivo o judicial al que los
teóricos de la argumentación suelen llamar ahora -desde hace algunas décadas-
“justificación interna”. Naturalmente, en una motivación, incluso en los casos
más simples, se despliegan muchas otras formas argumentativas, además de esa
deducción. Y esto cobra particular importancia en los casos difíciles, en los
que la “justificación interna” tiene que ir acompañada de la “justificación
externa”, esto es, de las argumentaciones (no solamente de tipo deductivo)
dirigidas a justificar las premisas del silogismo. En todo caso, una decisión
no puede considerarse justificada si no obedece a una forma lógica reconocible.
5. El propósito
de persuadir es un ingrediente necesario de una motivación judicial, pero es
importante reparar en que se trata de un propósito, no de que, para poder
justificar adecuadamente una decisión, haya, de hecho, que persuadir a los
destinatarios de la misma (que suelen ser muy variados: van desde las partes de
un proceso hasta la comunidad jurídica –o política- en su conjunto). El juez
que motiva bien una decisión es el que lo hace de manera que lograría la persuasión de un auditorio
que cumpliera ciertas condiciones ideales: conocimiento cabal de los datos de
hecho que rodean el caso, del Derecho aplicable, carencia de sesgos, etc.
6. El que sea
posible justificar una decisión depende entonces de que el juez sea capaz de
encontrar esas buenas razones, y sea capaz de plasmarlas en una forma
lógicamente adecuada y de presentarlas de manera persuasiva (idealmente
persuasiva). El escepticismo de Sánchez Ferlosio podríamos decir que viene del
primero de los requisitos y, más específicamente, del cuestionamiento de las
razones a las que hemos llamado formales o autoritativas. En el fondo, el problema
sería este: ¿cómo puede valer como razón (razón justificativa) el simple hecho
de que una directiva haya sido emitida por una autoridad? Y una posible
respuesta: podría valer si lo ordenado por la autoridad fuera, al menos en la
mayoría de las ocasiones, justo, de tal manera que seguir la autoridad podría
ahorrarnos problemas (simplificarnos las cosas), sin dejar por ello de tomar
decisiones justas.
7. Lo anterior
lleva a darse cuenta de una cuestión obvia, pero que los juristas (muchos
juristas) tienden a veces a dejar de lado: el presupuesto para que una decisión
judicial pueda justificarse (motivarse adecuadamente) es la justicia del
ordenamiento que ha de aplicar. Por lo demás, las cuestiones de justicia, de
moral, no son sólo cuestiones de presupuestos, sino que integran las
argumentaciones en que consisten las motivaciones de las decisiones judiciales.
Pero -también esto es algo en lo que debe insistirse- el razonamiento judicial
no se puede reducir a razonamiento moral; hay en él un componente moral, pero
el juez no razona –no debe razonar- sobre un determinado caso como lo haría
(sobre el mismo) un razonador moral no vinculado por el sistema jurídico como
lo está el juez.
8. Normalmente
se habla de dos tipos de razones que justifican que el juez deba motivar sus
decisiones: hacer posible el buen funcionamiento de un sistema de recursos
(razones endoprocesales); y controlar el inmenso poder depositado en los jueces
(razones extraprocesales o políticas). Quizás no esté de más añadir que esas
dos razones contribuyen también a facilitar que las decisiones de los jueces
sean decisiones justas.
9. El constitucionalismo
contemporáneo viene a ofrecer una respuesta positiva a las dos grandes
cuestiones antes planteadas: Se pueden
justificar las decisiones judiciales, porque los jueces tienen a su disposición
no sólo las razones suministradas por las leyes, sino también las provenientes
de la constitución; las razones constitucionales están ancladas en el respeto y
salvaguarda de los derechos fundamentales y tienen una fuerza superior a la de
las razones legales. Y el juez debe
justificar sus decisiones, porque el ideal del Estado constitucional es el
sometimiento del poder a la razón, la idea de que no cabe algo así como un
poder desnudo. La situación –aunque se trate en buena medida de una situación
ideal- vendría a ser la antítesis de la sugerida por Sánchez Ferlosio. O sea:
“El que quiera mandar ha de saber que su poder sólo podrá ser
considerado legítimo por el que ha de obedecerle si puede ofrecer buenas
razones en pro de lo que manda”.
10. Los ideales no deben
confundirse con la realidad. La realización de la idea del Estado
constitucional exige muchas condiciones, algunas de ellas muy complejas y que
pueden darse en diversos grados. Una de esas condiciones es la existencia de
una Constitución cuyos contenidos –los derechos fundamentales- tengan un grado
razonable de cumplimiento. Y otra condición es la existencia de jueces
provistos de una actitud ética y una aptitud técnica adecuadas.
La motivación es parte esencial de los principios del debido proceso la cual tiene como finalidad la obligación que tiene la autoridad pública o judicial en la toma de una decisión; y, un segundo aspecto el derecho de parte interesada en conocer por qué se tomó la decisión, de una forma argumentada en las bases del derecho
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