(Aparecido en el nº 230 de la revista Claves de razón práctica)
A veces uno se encuentra con libros,
artículos de revista, informaciones, etc. cuyos títulos no están en sintonía
con sus contenidos; en la prensa (incluida la de “calidad”: también ahí se nota
la llegada de los Eres) empieza a
ocurrir con una frecuencia verdaderamente alarmante. Pero no es ese el caso del
libro publicado recientemente en Anagrama: La
universidad cercada. Testimonios de un naufragio, del que son editores
Jesús Hernández, Álvaro Delgado-Gal y Xavier Pericay, que recoge las
reflexiones de una serie de destacados profesores de diversas universidades
españolas y de variadas disciplinas sobre cómo ven la situación de la
universidad española. El autor de la introducción, Jesús Hernández, hace
incluso una alusión más o menos irónica a esa circunstancia: “El título del
libro es expresivo; bueno el subtítulo también” (p. 25). Tiene, sin duda,
razón, pero uno diría que el matiz expresado es ligeramente distinto, en uno y
otro caso. De un cerco, de un acoso, cabe salir incluso fortalecido (por mal
que lo haya pasado la víctima de esa situación); pero el saldo de un naufragio
es siempre negativo: nadie está mejor de lo que estaba por el hecho de haber
sufrido un naufragio aunque, desde luego, también en esa adversa situación
existe un modo racional de comportarse: procurar minimizar los daños,
esforzarse por salvar, en la medida de lo posible, lo que tenga un mayor valor.
Digo todo esto porque, después de haber leído con enorme interés y una
actitud de adhesión global hacia los
contenidos de las 19 contribuciones (incluida la introducción) del libro, he
tenido la sensación de que el título
reflejaba con bastante exactitud el mensaje que transmitían los testimonios de los cultivadores de las
ciencias “duras”, mientras que para caracterizar el diagnóstico de los
científicos sociales y, sobre todo, de quienes provienen de las humanidades, el
subtítulo parece más adecuado.
Alguien podría pensar que ese menor pesimismo de los primeros se explica por el
hecho de que la cuestión a la que responden se les formuló en un momento en el
que la crisis económica (y su afectación a la investigación científica y
técnica) no había adquirido aún el dramatismo del presente, y es posible que a
ese alguien no le falte razón. Pero, con
todo, me parece que es bastante razonable pensar que las proporciones del
desastre (olvidémonos ya de si cerco o naufragio) van a ser mayores en el campo
de lo que solemos llamar humanidades y en el de algunas ciencias sociales (las
que no cuentan con el “respaldo” de profesiones potentes, como las jurídicas,
las económicas o las empresariales), que en el de la ciencia y la tecnología en
su sentido más estricto. Entre otras cosas, porque quienes se mueven en el
interior de estos últimos campos tienen una capacidad de movilización de la
opinión pública (hoy mismo leo en los periódicos un nuevo “manifiesto” de miles
de científicos contra los recortes en investigación y desarrollo) de la que los
otros carecen.
Impresiona por lo demás darse cuenta del grado de consenso existente en
cuanto a las causas que han llevado a
esa situación e, incluso, en cuanto a lo que podría hacerse para poner remedio
a ese insatisfactorio estado de cosas
(aunque casi todos parecen dar por descontado que esas medidas no se tomarán,
al menos en un plazo breve). También aquí sería pertinente hacer alguna
matización referida a la “muestra” de profesores elegida y al carácter nada
aleatorio de la misma. Como decía, nadie podría poner en cuestión el prestigio
de todos ellos en cada una de sus disciplinas. Pero podría pensarse que el
resultado a obtener sería muy, o algo,
distinto si lo que se hubiera querido reflejar fuera el pensar “común” de los
profesores universitarios españoles y, especialmente, el de los jóvenes o no
muy mayores (en el libro, me parece que sólo hay dos que no alcanzan –y por poco- la edad de sesenta
años). No me baso en los datos de ninguna encuesta confiable, sino en mi propia
experiencia (que, por tanto, podría darme una visión muy distorsionada de las
cosas), pero tengo la impresión de que los más críticos en relación con el presente estado de cosas de la universidad
española son (somos) profesores de una cierta edad (como los participantes en
el libro), mientras que los más jóvenes tienden a una visión más positiva o,
matizándolo más, tienden a pensar que los males que nos aquejan se deben, exclusiva o fundamentalmente, a la falta de
medios económicos: a los recortes presupuestarios. La explicación para esa curiosa inversión (en
relación con el tópico que suele enlazar espíritu crítico y juventud) podría
estar en la circunstancia de que quienes vivieron la universidad franquista en
sus años juveniles (y ellos sí, con espíritu crítico; pero recuérdese que
“contra Franco” se vivía mejor)) abrigaron unas expectativas que luego vieron
frustradas, lo que no habría ocurrido con los otros, con quienes han hecho toda
su carrera académica en la época democrática.
O quizás podría deberse (también) a otro factor que a menudo se olvida,
pero que tiene su importancia: la menor experiencia de los más jóvenes supone
también que estos últimos dispongan de menos modelos de referencia y tengan (al
menos en principio: la imaginación podría suplir la falta de experiencia)
mayores dificultades para ser críticos, precisamente porque les faltan términos
de comparación.
En realidad, quienes parecen ser más condescendientes con el actual
estado de cosas en la universidad española sí que usan, aunque de manera un
tanto abstracta e incluso abusiva, un término de comparación, el de la
universidad en la época franquista, lo que les permite armar un argumento
aparentemente concluyente: es indudable que la universidad española de nuestros
días, especialmente si se atiende a su dimensión investigadora, es muy superior
a la de aquellos tiempos. Pero ocurre que ese juicio global deja fuera una
serie de consideraciones de gran relevancia: que los medios con los que se
cuenta ( con los que se ha contado en las últimas décadas) son también
inmensamente superiores a los de épocas anteriores; que las expectativas de
mejora que en algún momento se plantearon (y que era razonable plantearse) se
han frustrado en una gran medida; e incluso que, por duro que parezca, en
algunos aspectos nada desdeñables, la universidad española actual es aun peor
que la del tardofranquismo. Y aquí, en relación con estos últimos factores, es
donde se produce el amplio consenso al que antes me refería.
En efecto, aunque con matices distintos (en los que aquí no cabe
entrar), todos o la inmensa mayoría de los autores del libro parecen apoyar un
diagnóstico de los males que afligen a nuestra universidad y que podría
sintetizarse así. El sistema de gobierno de la universidad es simplemente
equivocado, entre otras cosas, porque quienes acceden a los puestos de mayor
responsabilidad no son ni mucho menos los mejores. Las comunidades autónomas han
“capturado” a las universidades y producido una irrazonable proliferación de
universidades. La “autonomía universitaria”, que se ha entendido
fundamentalmente (en lo que alguna responsabilidad ha tenido el Tribunal
Constitucional) como autonomía de la organización y no como “libertad de
cátedra”, juega un papel sumamente negativo, al igual que el fenómeno de la
sindicalización y la (creciente y asfixiante) burocratización. La “democracia”
universitaria es hoy más bien una forma de “corporativismo”, en la que los
miembros de la institución persiguen sus intereses particulares, y no los
generales de la sociedad. El nivel de formación de los estudiantes es
deficiente y la calidad del profesorado mediocre, sin que exista nada parecido
a una comunidad de alumnos y profesores. El sistema de selección y promoción
del profesorado es profundamente insatisfactorio: la no existencia de pruebas
públicas (una “innovación” de los últimos tiempos), la endogamia extrema (al
parecer, el 95% de los profesores que han obtenido una plaza en las últimas
décadas formaban ya parte de la universidad convocante) y el papel de la ANECA (calificado por alguno
de “invento monstruoso”; la acreditación como profesor titular o catedrático
depende ahora de una comisión de profesores nombrados a dedo y sin
participación de especialistas en la materia) lleva inevitablemente a pensar
que se ha establecido un procedimiento bastante más arbitrario que el existente
al final del franquismo. Y algo parecido sucede con las titulaciones y los planes de estudio: el haber dejado que,
de facto, sea cada una de las Facultades afectadas la que los diseñe ha
conducido a una situación en la que el mercadeo de los intereses gremiales
(alguno habla de “zoco”) se ha impuesto, en general, sobre el discurso racional, con el resultado
de una multiplicación insensata de títulos y la existencia de planes de estudio
que, a menudo, no obedecen a ningún otro propósito que el de aumentar o
mantener el poder académico de ciertas
áreas de conocimiento. La universidad parece haberse convertido (al
menos por lo que se refiere a las ciencias sociales y a las humanidades) en un sistema general de enseñanza
postsecundaria a la que ha llegado además una “psicopedagogía perversa”, la misma
que había jugado antes un papel destacado en el deterioro de la enseñanza
media, pretendidamente basada en “el adiestramiento en competencias y
habilidades”, en lugar de en los contenidos de conocimiento, y que, en
realidad, parece obedecer al principio de “no enseñar nada, pero enseñarlo
bien”, según la feliz expresión de García Amado que alguien trae a colación. Y,
en fin, por lo que se refiere al “plan Bolonia”, el juicio más positivo sobre
el mismo que puede encontrarse en el libro es el de que se trata de “una oportunidad perdida” aunque, en
mi opinión, el más acertado consiste en verlo como un intento (relativamente
exitoso) de trasladar a la universidad los principios del neoliberalismo: los
profesores deben ser “facilitadores de conocimientos” y los estudiantes
“gestores de su propio aprendizaje”, lo que les permitiría formarse en “un
espíritu de liderazgo y empresa” (conclusiones de la Conferencia de Decanos
de Derecho de 2007); la lógica del saber científico debe ser sustituida por la
del beneficio empresarial (como alguien señala, la “sociedad civil” a la que la
universidad ha de estar tan vinculada no
designa otra cosa que “el tejido empresarial”); la pérdida de valor de los
títulos (los grados frente a las anteriores licenciaturas) tiene un efecto
clasista, pues hace depender más que antes el futuro profesional de los
estudiantes de los postgrados (donde se quiebra el principio de igualdad de
oportunidades); y, en fin, las funciones de la universidad se reducen ahora a
la de formación de profesionales (para el mercado de trabajo) y el desarrollo
de la investigación (que se pretende ligar
estrechamente al desarrollo empresarial), dejando por lo tanto de lado
la función propiamente educativa, la de generar cultura de alta calidad. No es
por ello de extrañar que se haya producido un fenómeno (por lo que yo sé,
reducido al campo de las ciencias sociales y al de las humanidades) del que este libro trae causa: el abandono de
la universidad (acogiéndose a las generosas ofertas de prejubilación para los
mayores de sesenta años) de algunos de los mejores profesores, convencidos al
parecer (en esto coinciden varios de los autores) de que la universidad
española ha dejado de ser un espacio en el que se pueda enseñar o aprender algo
que merezca la pena.
Ernesto Garzón Valdés trazó en una ocasión una distinción (dentro del género de los desastres) entre las catástrofes y las calamidades. Las catástrofes son desastres provocados por causas naturales que escapan, en consecuencia, al control humano: son inevitables. Las calamidades, por el contrario, son causadas por acciones humanas intencionales, y podrían haberse evitado, de manera que en relación con ellas cabe emitir juicios de responsabilidad; pero los autores de las calamidades –señala Garzón- adoptan siempre alguna estrategia de justificación: era inevitable, el efecto –la calamidad producida- no fue intencional o era imprevisible, el bien perseguido hubiese superado con creces los costos, no existía otra alternativa. Me parece que lo que los autores de La universidad cercada. Testimonios de un naufragio vienen a decirnos es que el estado presente de la universidad española es (al menos en un grado nada despreciable) calamitoso (no catastrófico), de manera que haríamos bien en ver si cabe exigir responsabilidad por ello, como presupuesto necesario para evitar calamidades futuras. Hay, por cierto, un tipo de calamidad producida por procesos que podrían calificarse de irracionalidad colectiva, caracterizados por las acciones (decisiones) de unos pocos que van acompañadas por la inacción de los más y que provocan situaciones en las que casi todos (o la inmensa mayoría) salen perdiendo. La prohibición penal de las drogas o las políticas de austeridad son buenos ejemplos de ello. Pero también (aunque las consecuencias, claro está, hayan sido –o vayan a ser- mucho menos letales) procesos como el de la implantación del plan Bolonia en las universidades españolas. Entre los responsables más directos habría que señalar, sin duda, a las autoridades ministeriales y autonómicas (de diversos gobiernos y partidos políticos), y a los rectores (que aprobaron el plan sin que, al parecer, se apercibiesen de su significado “neoliberal”), aunque sería también injusto no destacar hechos tan sorprendentes como que haya sido un experto en teoría de la racionalidad a quien se deba una de las decisiones más irracionales de los últimos tiempos (la “liberalización” completa de los planes de estudio y de las titulaciones) y un catedrático de Metafísica quien haya dado el tiro de gracia a las humanidades. Pero, en fin, tampoco es cosa de olvidarnos del todo de los responsables indirectos: de quienes hemos permitido que las cosas hayan llegado hasta donde han llegado y que no podemos esgrimir como justificación –ni siquiera como excusa- el estado de desmoralización que caracteriza a la vida universitaria española de los últimos tiempos.
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