martes, 22 de octubre de 2019

¿Tiene un futuro la filosofía del Derecho?

Es el texto de la ponencia que presenté en el homenaje a Jorge Malem que se celebró en Tossa de Mar los días 17 y 18 de octubre de 2019.


¿TIENE  UN FUTURO  LA  FILOSOFÍA  DEL  DERECHO?

1.

El título de mi ponencia, “¿Tiene un futuro la filosofía del Derecho?”, se inspira en el de un conocido trabajo que un importante penalista, Enrique Gimbernat, publicó en 1970: “¿Tiene un futuro la dogmática penal?” Partía ahí de la situación de crisis que entonces vivía la ciencia del Derecho penal en Alemania como consecuencia de la puesta en cuestión de la noción de culpabilidad que planteaban entonces el desarrollo de las ciencias empíricas (la criminología) y el psicoanálisis; y que hoy, en cierto modo, se ha agudizado con el desarrollo de la neurociencia. La situación vendría a ser la siguiente: si no existe el libre albedrío, entonces no cabe hablar ni de culpabilidad ni de pena y, por lo tanto, tampoco de Derecho penal o de dogmática penal. Gimbernat aceptaba la tesis del determinismo (no había en su opinión libre albedrío), pero, a su juicio, la existencia del Derecho penal no dependía del principio de culpabilidad, de manera que, una vez justificada la necesidad de ese orden normativo, nuestro penalista concluía justificando también la necesidad de una dogmática penal, cuya función fundamental habría de ser la de aumentar la seguridad en la aplicación del Derecho penal.

El anterior esquema puede también servir, salvadas las distancias, para abordar el tema que aquí nos interesa. De manera que, en primer lugar, habría que ver si los cambios, o alguno de los cambios, que están teniendo lugar en los últimos tiempos en el Derecho significan una amenaza para la supervivencia de la filosofía del Derecho; para luego, y en el caso de que la respuesta sea negativa (o sea, si se piensa que sigue habiendo o seguirá habiendo problemas iusfilosóficos), plantearse la cuestión de qué tipo de filosofía del Derecho está justificada, esto es, cuál es la filosofía del Derecho que tiene un futuro, en el sentido de que cumple las condiciones para resolver o, al menos, decir algo que sea relevante en relación con esos problemas.


2.

A propósito de la primera de esas cuestiones, habría que decir que la pervivencia de la filosofía del Derecho parecería, en principio, estar más y mejor asegurada que la de la dogmática penal o cualquier otra disciplina jurídica de carácter particular. Simplemente, porque los problemas iusfilosóficos no dependen de un determinado sector del ordenamiento jurídico de manera que, por ejemplo, la desaparición del Derecho penal (bien sea porque ha sido sustituido “por algo mejor que el Derecho penal” o bien por algo todavía peor: a eso apuntan muchas de las distopías que se han construido en los últimos tiempos) no tendría por qué llevar consigo la de la filosofía del Derecho. Lo que amenazaría nuestra existencia como filósofos del Derecho tendría que ser la desaparición del Derecho en su totalidad, o bien un tipo de cambio en los sistemas jurídicos que no suscitara ya problemas como los que, tradicionalmente, se han considerado problemas iusfilosóficos y que –recuerdo- de manera muy esquemática vendrían a ser: el problema del concepto de Derecho; el del conocimiento –el método- jurídico; y el de la justicia.

En el inmediato pasado, como es bien sabido, el anarquismo o el marxismo defendieron la tesis de que el Derecho y el Estado estaban destinados a extinguirse una vez que se diera el paso a un modelo perfecto, justo, de sociedad: la anarquista o la comunista. Esos son dos ejemplos de ideologías, de concepciones del mundo, que suelen considerarse trasnochadas, pero en los últimos tiempos ha aparecido una nueva, el llamado transhumanismo o posthumanismo, que, sobre la base del impresionante avance de la ciencia y de la tecnología, vuelve a plantear la hipótesis de una sociedad sin Derecho, en el sentido de que el control social no requeriría ya de los instrumentos típicamente jurídicos: basados en la existencia de normas cuyo cumplimento viene asegurado por el uso de la fuerza física. Según ellos, estaríamos en la antesala de lo que sería un cambio específico, o sea, nuestros descendientes (o algunos de ellos) no podrían ya considerarse propiamente como miembros de la especie homo sapiens; esos individuos post-humanos poseerían capacidades físicas, cognitivas y emocionales que implicarían necesariamente un cambio de valores en relación con los que subyacen a nuestras instituciones morales, políticas o jurídicas. Según Juval Noah Harari, la propia noción de Derecho, al igual que la de derechos humanos, no son más que ficciones, construcciones imaginarias  que dependen de otra ficción, la del libre albedrío, y que, es de suponer, estarían destinadas a desaparecer o a ser absorbidas por la biología: “el comportamiento humano está determinado por hormonas, genes y sinapsis, y no por el libre albedrío; las mismas fuerzas que determinan el comportamiento de los chimpancés, los lobos y las hormigas. Nuestros sistemas judiciales y políticos intentan barrer en gran medida estos descubrimientos inconvenientes bajo la alfombra. Pero, con toda franqueza, ¿cuánto tiempo más podremos mantener el muro que separa el departamento de biología de los departamentos de derecho y ciencia política?” (Sapiens, 2014, p. 262).

Pues bien, yo no creo que se pueda descartar del todo la hipótesis del no Derecho, o sea, es posible que las cosas evolucionen de tal manera que el control del comportamiento de todos o de algunos de los homo sapiens (o de los sucesores de los homo sapiens) vaya a dejar de ser jurídico. Y, por cierto, el libre albedrío (el no determinismo) me parece que es condición de existencia no sólo del Derecho penal (en esto, a mi juicio, se equivocaba Gimbernat), sino también del Derecho, de la moral y de cualquier tipo de acción que caiga en el ámbito de lo que solemos entender por razón práctica. Pero parece que, por lo menos en lo que se refiere al inmediato futuro, en nuestras sociedades va a seguir habiendo Derecho; incluso todo apunta a que el grado de juridicidad de la sociedad se está incrementando mucho aunque, al mismo tiempo, cabe pensar que el nuevo Derecho presenta características un tanto distintas en relación con el Derecho, digamos, clásico, el Derecho estatal. Y de aquí (de cómo están evolucionando nuestros Derechos y nuestras sociedades) surgen, por cierto, problemas iusfilosóficos de enorme calado. Para empezar, el del propio concepto de Derecho. ¿Deberíamos seguir pensando en el Derecho como un conjunto de normas jerarquizadas y respaldadas por la coacción? ¿O acaso lo que mejor permite dar cuenta del nuevo Derecho no es ya la pirámide kelseniana, sino la idea de red, de horizontalidad y del poder blando que caracterizaría al llamado soft law? Y si fuera esto último, ¿estaríamos entrando quizás en un proceso de desaparición del Derecho? ¿Cuál está siendo –o debería ser- el sustituto del Derecho?

Las respuestas a esas preguntas son obviamente muy variadas y cada una de ellas, además, apunta, yo diría, a una determinada forma de concebir la filosofía del Derecho. Pondré tres ejemplos, a modo de mera ilustración.

El primero se puede encontrar en la obra de Luigi Ferrajoli, que tanto éxito ha tenido en los últimos tiempos. Para él, como se sabe, el constitucionalismo garantista significa un cambio de paradigma en relación con el positivismo clásico, porque el Derecho (el Derecho positivo) incorpora ahora también el deber ser jurídico. El constitucionalismo contemporáneo ofrece un modelo de Derecho capaz en teoría de hacer frente a los grandes desafíos de nuestras sociedades, si no fuera porque “los poderes económicos y financieros se han reubicado fuera de los confines nacionales, evadiéndose del rol de gobierno de la política y de las funciones de garantía del derecho”. La “verdadera Grund-norm del orden mundial” no se encuentra en “las constituciones nacionales y las cartas internacionales de los derechos”, sino en “la ley del mercado”. Y de ahí que él considere que “repensar la geografía de poderes, tanto públicos como privados, y reivindicar el rol del derecho como ley del más débil en contra de las leyes de los más fuertes, que son las leyes de la economía, son actualmente las tareas principales de la filosofía del derecho del futuro (Doxa 39, p. 262 y 263).

Un segundo ejemplo puede encontrarse en la obra de Francisco Laporta. Como todos sabemos muy bien, él no piensa que sea para nada necesario establecer ningún nuevo paradigma iusfilosófico, sino que, cabría decir, lo que él propugna es una defensa del positivismo jurídico, basado en la asunción de los valores del Estado de Derecho en una visión, digamos, clásica, que pone el énfasis en la noción de imperio de la ley, porque le parece que eso es una condición necesaria para que pueda haber derechos fundamentales. En un trabajo reciente, Laporta se plantea si el orden jurídico actual va a ser o no capaz de afrontar los grandes problemas que surgen como consecuencia de la evolución y distribución de la población humana, los movimientos migratorios, las nuevas tecnologías de la información, el cambio climático o la economía financiera. Su tesis es que, de haber una solución (su actitud es de bastante pesimismo), ella no se encontraría en la apelación a ideas como la de networks o soft law, sino que habría que volver a lo que él considera como “la razón última del derecho”: “una autoridad externa que imponga la solución” a actores que tienen intereses y preferencias incompatibles (p. 32); “las soluciones a nuestros problemas tienen que ser soluciones normativas y, con frecuencia, soluciones claramente jerárquicas y vinculantes (p. 41).

Y el tercer ejemplo es el de un iusfilósofo, digamos, de la nueva generación y que plantea también las cosas de manera muy diferente a como lo hacen Ferrajoli o Laporta. Luis Lloredo considera que la filosofía del Derecho es “una emanación de la cultura iuspositivista” (p. 121), y que está ligada a un “rasgo característico del mundo moderno” como es “la centralidad del derecho” (p. 119). Ahora bien, esa “hegemonía de lo jurídico se está desvaneciendo”, se está “difuminando su poder como instrumento regulador” (p. 128). Pero esa “pérdida de la centralidad del derecho a la que estamos asistiendo no es tanto la penetración de la moral, como se nos dice desde las teorías neoconstitucionalistas, sino un reverdecimiento de la política, una politización de lo jurídico” (p. 130). De manera que lo que nos viene a decir Lloredo es que la filosofía del Derecho tendría que ser reemplazada por una filosofía política, como lógica consecuencia de la pérdida de centralidad del Derecho y de la subordinación del Derecho a la política. Y para ello pretende inspirarse nada menos que en Pasukanis y en la propuesta de este último de reemplazar al Derecho por una “política audaz” (p. 130), precisando que esa “primacía de la política no debería verse como un atentado a la cultura democrática, sino como una radicalización de la misma, como una forma de hacer del derecho un ejercicio más sometido a la deliberación pública de lo que lo es ahora, más cercano a las problemáticas sociales y menos propenso a encerrarse en su aislamiento tradicional” (p. 131-2).


3.

Pues bien, yo no creo que los cambios que están ocurriendo en la sociedad y en el Derecho supongan un peligro para la filosofía del Derecho. Lo que los mismos plantean, si acaso, es la necesidad de un reenfoque de la reflexión iusfilosófica, pero parece indudable que, al menos por un tiempo, vamos a seguir teniendo materia iusfilosófica, o sea, seguirá existiendo el problema de qué es el Derecho, cómo podemos conocerlo en sus diversas manifestaciones y qué métodos hemos de utilizar para operar en las diversas instancias jurídicas, y el de cómo debería ser, qué cabe entender por Derecho justo. Sin embargo, al mismo tiempo, me parece que debemos reconocer también la existencia de una serie de síntomas que apuntan hacia el diagnóstico de que la filosofía del Derecho no es una disciplina que goce en los últimos tiempos de muy buena salud.

Quizás esos síntomas resulten menos visibles cuando el panorama se contempla desde España o, en general, desde el mundo latino. Se sigue escribiendo mucho sobre la materia, hay un número creciente de revistas, muchísimos profesores, en Latinoamérica casi cabría hablar de una moda iusfilosófica…Pero las cosas no parecen ir por este camino en el panorama internacional. Pongo tres ejemplos de la pérdida de interés académico de la disciplina, que me parecen significativos.

Hace ya un tiempo, unos 15 años, vino a nuestro seminario de los jueves de filosofía del Derecho, en Alicante,  Aulis Aarnio, a hablar de Alf Ross. Y una de las cosas que dijo, y que nos dejó asombrados, fue que en los países nórdicos prácticamente nadie (ningún jurista) sabía ya quien era Alf Ross. Y esa cuasi-desaparición de los estudios de filosofía del Derecho en el Norte de Europa parece confirmada por el testimonio de otros profesores que siguen teniendo algún interés por la disciplina que, sin embargo, solo cultivan como un aspecto bastante secundario de su trabajo intelectual.

En una entrevista aparecida en el número de Doxa de 2001 (el 24), Alexy hablaba de una “desprofesionalización” de la filosofía del Derecho en su país. “Todas las Facultades -decía- ofrecen cursos de filosofía y/o teoría del Derecho”, pero “la calidad ciertamente es muy desigual”. Una de las causas de ello es que “En Alemania no hay prácticamente ninguna cátedra dedicada por completo a la filosofía del Derecho o a la teoría del Derecho” (p. 680-1). Y su juicio sobre la desprofesionalización de la materia (algo que, yo creo, es fácil de percibir en los últimos congresos de la IVR) venía a ser éste: “Si uno se da cuenta de que para una parte de los jóvenes el peligro de la desprofesionalización no reside únicamente en lo que vaya a ser el ejercicio de la profesión, sino que sobre la base de una desprofesionalización ya existente de los maestros no han tenido en un principio una formación profesionalizada, entonces resulta fácil explicar algunas de las carencias de la situación actual de la filosofía del Derecho en Alemania” (p. 681-2).

Por lo que se refiere al mundo anglosajón, la situación parece todavía más preocupante. También en una entrevista que se le hizo a Schauer en Doxa en 2014 (nº 37), cuando se le preguntó sobre cómo estaban evolucionando las universidades estadounidense en materia iusfilosófica, contestó lo siguiente: “Antes, cuando Fuller estaba en su mejor momento, desde finales de los años treinta hasta mediados de los sesenta, la Jurisprudence era algo que existía en la conciencia de muchos o al menos de la mayoría de los estudiantes estadounidenses. Los estudiosos de la teoría del derecho en áreas específicas como contratos, responsabilidad civil, derecho constitucional, prueba y derecho penal, por ejemplo, sabían sobre Kelsen, sobre Hart, conocían acerca de Roscoe Pound, etc. La Jurisprudence era propiamente  estudiada para tratar la mayoría de temas del derecho, e informar sobre ellos, en lugar de ser dejada de lado. Esto ha cambiado en décadas recientes, hemos sido testigos en los Estados Unidos y en el Reino Unido, con excepción de algunas universidades y de pocos lugares, del aislamiento creciente de la Jurisprudence en las principales corrientes teóricas y académicas. Este es un problema real -agregaba-, que yo, entre otros, trato de mitigar” (pp. 391-2).

Se podría pensar seguramente que no hay nada de malo en convertirse en una especie de reserva mundial de filosofía –o de filósofos- del Derecho. Pero no me parece tampoco, ni mucho menos, que esto último esté asegurado. Hay una serie de indicios que no son difíciles de percibir y que significan, en mi opinión, otras tantas amenazas a lo que podríamos llamar el futuro de la filosofía dl Derecho en los países latinos y, más en especial, en España.

Uno de ellos es el colonialismo o dependencia cultural que padecemos (o, mejor, que asumimos con entusiasmo), pues parece obvio que, si desciende el nivel de producción de la metrópoli, esa bajada de nivel tendrá que notarse también en las colonias. Y, en todo caso, la dependencia excesiva del exterior (sería absurdo pensar en una filosofía del Derecho cerrada en sí misma, provinciana), produce muchos efectos negativos, mucha desorientación. Pongo un ejemplo de esto último. Cuando empecé a preparar este trabajo, pedí a alguna gente próxima si podían indicarme algunos trabajos de interés sobre la materia. En seguida me sugirieron la lectura de uno de Martha Nussbaum titulado “El uso y abuso de la filosofía en la enseñanza del Derecho”. Merece la pena leerlo y Nussbaum es, sin duda, una filósofa competente y cuya fama, yo diría, está ampliamente justificada. Pero lo que resulta verdaderamente asombroso es que ella parezca ignorar por completo que existe, desde hace por lo menos dos siglos, una tradición de pensamiento, una práctica teórica, que se llama por algo “Filosofía del Derecho”. Y que, por lo tanto, su propuesta de que se debe enseñar filosofía en las escuelas de Derecho (porque en el Derecho existen conceptos de interés filosófico) o que debería pensarse en construir una filosofía aplicada al Derecho siguiendo la pauta de la filosofía aplicada a la medicina, la ética médica, resulta, por decir lo menos, una excentricidad.

Otra señal de preocupación proviene, yo creo, de la enorme dispersión temática que se ha producido en los últimos tiempos. Por un lado, eso puede parecer una muestra de vitalidad pero, al mismo tiempo, supone también una gran debilidad. En la medida en que resulte imposible reconstruir algo así como un núcleo temático de la disciplina, ello lleva consigo, yo creo, un peligro claro de debilitamiento, cuando no de desaparición de nuestra materia, de los planes de estudio de las Facultades de Derecho (que es el único lugar donde cabe pensar que se vaya a estudiar y a desarrollar la filosofía del Derecho). Desde luego, hay motivos sobrados para criticar todo lo que entre nosotros ha supuesto el llamado “Plan Bolonia” (todas sus deletéreas consecuencias, empezando por la malhadada ANECA) y también para quejarse del pragmatismo ramplón dominante en la cultura jurídica en la universidad y fuera de la universidad que, sin duda, conspiran contra la filosofía del Derecho. Pero de la pérdida de peso de las asignaturas de filosofía del Derecho en España (aunque haya muchas diferencias de universidad a universidad) me temo que tenemos también la culpa, en una buena parte, los propios iusfilósofos. Me parece que hemos descuidado ampliamente nuestro deber (ligado a nuestro interés como gremio) de contribuir a que los juristas (nuestros colegas de Facultad; pero también nuestros estudiantes y los juristas prácticos en general) sean capaces de comprender la importancia que para ellos (para desempañar adecuadamente su trabajo) tiene poseer una formación en filosofía del Derecho. Un deber, por cierto, que Jorge Malem se ha tomado muy en serio y en cuyo cumplimiento ha tenido un notable éxito. Personalmente me parece que hay algunas razones de índole deontológico como para no colaborar con la ANECA (derivada de la obligación general de no colaborar al mal en el mundo), pero quizás también aquí quepa esgrimir alguna causa de justificación, como el estado de necesidad o el mal menor (la evitación de males mayores).

Y un último síntoma preocupante sobre la situación de la filosofía del Derecho en España deriva de la manera (o de las maneras) como la disciplina es cultivada (y entendida). Dejando (relativamente) a un lado la dispersión a la que antes me refería, me parece que sigue teniendo sentido pensar que las direcciones dominantes (con todos los matices que se les quiera añadir) podrían –suelen- clasificarse en tres rubros principales que agruparían respectivamente, a  los iusnaturalistas, los positivistas-analíticos, y los “críticos”. Recuerdo ahora (dicho esto entre paréntesis) que hace tiempo, en el número 15-16 de Doxa (1994), Elías Díaz presentaba una clasificación “desenfadada” de la filosofía del Derecho en España, en la que una de las tendencias (en su elenco había hasta 7) aparecía por él calificada como “Doxa-Tossa”; en su opinión, representaba el mercado ( y su análisis), como línea ideológico-política aparecía la de liberales (plurales) y su sede social radicaría en Tossa de Mar: Apartamentos “Prima facie” (muy bien amueblados). Pues bien, yo creo que ninguna de esas tres concepciones resulta muy prometedora si se piensa en el futuro de la filosofía del Derecho. Para decirlo de una manera tajante y prescindiendo por tanto de todos los matices con los que habría que contar para hacer justicia: el iusnaturalismo porque, aunque no podamos prescindir de muchas de las ideas que provienen de esa tradición, es una concepción que obedece al pasado, a una época que no es la nuestra: el Derecho, simplemente, no tiene nada de natural, es un artificio, un producto de la historia; los autores “críticos” porque, aunque no les falte del todo la razón en algunas de sus propuestas, sin embargo, lo que nos ofrecen (ofrecen a los juristas en general) no es propiamente una teoría que pueda guiar las prácticas jurídicas, sino, todo lo más, algunas ideas para tener en cuenta; y el positivismo analítico, por su tendencia, hablo siempre en general, a desentenderse de los problemas reales (relevantes) de la práctica jurídica bajo el pretexto de que lo único que importa en una teoría (o, al menos, el elemento fundamental de la misma) es el rigor metodológico, que algunos piensan debe ser perseguido aunque conduzca a un verdadero rigor mortis.

Jorge Malem se ubica, supongo que él está de acuerdo con ello, en el grupo de los positivistas analíticos, pero hay que reconocer que él es uno de los representantes de esa dirección que se ha ocupado de estudiar problemas bien relevantes: la desobediencia civil, la corrupción, la ética judicial…Ahora bien, aquí surge otra debilidad de la filosofía del Derecho que tiene que ver con la falta de adecuación entre la teoría y la práctica. Quiero decir con ello que de poco vale, por ejemplo, ser un especialista en desobediencia civil si eso no le permite a uno darse cuenta de que Torra no encabeza precisamente un movimiento de desobediencia civil.  De la misma manera que tampoco se ve mucho sentido en defender el universalismo moral si se piensa que eso es compatible con la adhesión al inevitable particularismo que supone cualquier nacionalismo (no digamos cuando se trata de un nacionalismo de los ricos). O en ser un adalid de la democracia deliberativa, pero incapaz de reconocer en la práctica los rasgos que caracterizan a una vulgar y corriente democracia. O, en fin, en pensar que una filosofía como la de Carlos Nino puede dar alguna cobertura a la defensa de un derecho de autodeterminación en el contexto de un Estado de Derecho y en la que existe un pleno goce de todos los derechos fundamentales de los individuos.


4.

Creo que algunos de los que aquí están saben cuál es el tipo de filosofía del Derecho que, en mi opinión, tiene sentido y tiene un futuro, aunque este siempre sea, naturalmente, problemático, incierto. De algunas de las cosas que antes he dicho se desprende también (quizás a contrario sensu) cuáles serían las características (algunas de ellas) de esa filosofía del Derecho, pero no es momento de exponerlas aquí.  Lo dejo para un futuro, quizás no muy lejano. Y termino mi ponencia con un acto de reconocimiento a nuestro homenajeado, Jorge Malem. Uno puede tener con él, como es mi caso, algunas diferencias (de política general y de política universitaria y, quizás por ello, también iusfilosóficas), pero siempre lo he considerado (desde que nos conocimos, hace más de 40 años) un gran amigo (como le gusta decir a nuestro común maestro, Ernesto Garzón: de los del pulmón) con el que, además, la filosofía del Derecho española (y yo como filósofo del Derecho) tiene contraída una gran deuda de gratitud: ¡muchas gracias, pues, Jorge, y mucha suerte!    

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