1. [1]
Hay una anécdota famosa
que tiene como protagonistas a Learned Hand y a Oliver Holmes, dos de los
jueces más influyentes en toda la historia de los Estados Unidos. Al parecer,
después de haber almorzado juntos, Holmes subió a su carruaje para trasladarse
al tribunal, pero en seguida oyó los gritos de Hand que, en un arrebato de
entusiasmo, había salido corriendo tras el coche y le animaba así: “¡Haga
justicia, señor, haga justicia!” Holmes detuvo el carruaje y le espetó: “Ese no
es mi trabajo. Mi trabajo consiste en aplicar el Derecho”. En otra ocasión,
Holmes escribió en una carta lo siguiente: “Muchas veces he dicho a mis colegas
en el tribunal que odio la justicia, lo que quiere decir que, si alguien
empieza a hablar de ella, sé muy bien que por una u otra razón está dejando de
pensar en términos jurídicos”.
Una persona lega en Derecho consideraría,
me parece, por lo menos extraño que un juez que ha servido de modelo a tantos
jueces (y a tantos juristas) y no sólo en su país[2] tuviera,
sin embargo, una opinión tan escéptica a propósito de la justicia. ¿Por qué esa
actitud no les resulta, sin embargo, tan chocante a los profesionales del
Derecho: a quienes participan en la
administración de justicia (como jueces, como fiscales o como abogados) o a
quienes elaboran el pensamiento jurídico? La respuesta breve que parece habría
que dar a esta pregunta es que, si no todos, la inmensa mayoría o al menos una
buena parte de los juristas de un país como el nuestro son positivistas
jurídicos, esto es, asumen la tesis de la separación entre el Derecho y la
justicia (o la moral) y, en consecuencia, ven el ejercicio de su profesión como
una práctica que no tiene que ver en sentido estricto con la justicia. O,
quizás mejor, muchas o la inmensa mayoría de las decisiones que ellos toman (o
que promueven) las consideran seguramente justas, pero simplemente porque se
han producido siguiendo los cauces señalados por el Derecho. La justicia sería
así algo que se plantea, si acaso, en el momento de crear las normas (algo que
atañe al legislador), pero no cuando se trata de aplicarlas e interpretarlas.
El oficio del juez, como diría Holmes, consiste en aplicar el Derecho (y, en
ocasiones, en crearlo, pero no abiertamente, sino de una manera que él llamaba
“intersticial”: llenando los huecos dejados por las normas) y no en promover
una determinada concepción de la justicia y de la moral; una actitud esta última
que se habría visto reflejada en muchas de sus sentencias, como en el famoso caso
Lochner, en el que defendió (frente a la mayoría del tribunal) la
constitucionalidad de una ley que limitaba los horarios de trabajo en las
tahonas del Estado de Nueva York, a pesar de que la medida –de inspiración
socialista- no parecía estar nada de acuerdo con sus concepciones políticas. Y
otro tanto habría que decir –o incluso más- de las actuaciones de los fiscales,
profesionales que no raramente son definidos con expresiones como la de
“guardianes de la legalidad” o alguna otra
semejante.
El debate en torno al positivismo jurídico
y a la relación entre el Derecho y la moral reviste, como es bien sabido, una
considerable complejidad y no es por tanto cosa de referirse aquí al mismo con
ningún detalle. Me limitaré a formular, y de manera inevitablemente dogmática,
algunas tesis sobre el particular que son importantes para encarar el tema que
nos ocupa, el de la ética de los fiscales. Son éstas:
1)
No ser partidario del positivismo jurídico, como es mi caso, no significa
pensar que existe algo así como el Derecho natural, o sea, no supone negar que
el Derecho sea un fenómeno artificial,
una creación humana, un producto histórico y social. Cuando se plantean (al
menos hoy) las cosas en términos de una alternativa entre ser iusnaturalista o
iuspositivista, se está incurriendo, me parece, en el paralogismo de la falsa
contraposición. (Paralogismo que, por cierto, se da con bastante frecuencia en
contextos jurídicos; seguramente cualquier lector de este texto tendrá algún
ejemplo que poner de ello.)
2)
No ser positivista (yo calificaría mi postura de postpositivista o
constitucionalista –entendida esta última expresión en el sentido de una teoría
general del Derecho-) no significa identificar el Derecho con la moral. Por
supuesto, hay ciertas perspectivas desde las que tiene pleno sentido efectuar
esa distinción. Y, en todo caso, aunque la argumentación jurídica contenga, en
mi opinión, siempre un fragmento de razonamiento moral, eso no quiere decir que
el razonamiento jurídico y el moral se confundan: el jurista (juez, fiscal o
abogado) que construye una tesis jurídica utilizando razones morales no se
convierte por ello en un moralista; o sea, no debe –no puede- argumentar para
defender esa tesis de la misma manera que lo haría, por ejemplo, un filósofo
moral.
3)
El Derecho –esta es la tesis postpositivista o constitucionalista básica- no es
sólo un sistema de normas establecidas autoritativamente, sino, además de eso
(y sobre todo), una práctica social que persigue obtener ciertos fines y
valores dentro de los límites fijados por el sistema (por los materiales
jurídicos). En el contexto de esa práctica, el papel de la moral es
considerable: por ejemplo, a la hora de identificar qué es lo que tal Derecho
establece a propósito de tal cuestión; o de motivar una decisión, de aportar en
favor de la misma argumentos de carácter justificativo.
4)
El positivismo jurídico no es tanto una concepción falsa cuanto una concepción excesivamente pobre de
lo que es el Derecho, especialmente en el contexto de los Estados
constitucionales. Una consecuencia de esa pobreza teórica es que los juristas
formados en esa cultura no están en las mejores condiciones para poder hacer
frente a los problemas que les plantea la práctica, la experiencia jurídica.
Así, entre otras posibles deficiencias, el jurista de formación positivista no
cuenta con instrumentos adecuados para resolver problemas de interpretación
(piénsese en una concepción como la de Kelsen, que de poco ha de servirle al
operador del Derecho); ignora casi todo de lo que es la filosofía moral
contemporánea; y tiene también ciertas dificultades para comprender el sentido
de la ética de los jueces o de los fiscales. Veamos esto último con un mínimo
detalle, y permítanme que haga referencia para ello a una experiencia personal.
Hacia mediados de los años 90 fui invitado
a participar en algunos foros, con jueces españoles y latinoamericanos, para
discutir acerca de la ética judicial. Como se sabe, los primeros códigos de
ética judicial surgieron en el mundo anglosajón en los años 70 del siglo pasado
y, progresivamente, el tema de la deontología profesional (la ética aplicada a la
conducta de los jueces o de los abogados,
pero también a la de los médicos, los
periodistas, los empresarios…) fue cobrando importancia por diversas razones,
entre las que se encuentran la complejidad creciente de esas profesiones y la
sensación de vivir en una época de crisis en la que muchas cosas –incluyendo
valores y normas de comportamiento- que hasta entonces parecían indiscutibles,
habían dejado de serlo. La impresión que entonces tuve fue que los jueces latinoamericanos
mostraban, en general, un interés en la materia que era muy superior al de los
españoles; y, a su vez, que entre estos últimos quizás los más escépticos
respecto a las virtualidades de la ética judicial eran los jueces progresistas.
La explicación no era difícil de encontrar: estos últimos vinculaban el discurso sobre las virtudes judiciales, sobre
la moralidad del juez, etc. con el franquismo y, en general, con sistemas
autoritarios y antiliberales, enemigos de la independencia judicial; y se
temían que la apelación a la moral (a una moral teñida inevitablemente de religión)
proporcionase un (indeseable) medio de control ideológico de la profesión que
facilitase, entre otras cosas, una (ilegitima) incursión en la vida privada de
los jueces. Cuando se profundizaba más en el tema, las dos razones
fundamentales que daban para negar la
ética judicial (o sea, para poner en duda que tuviera, por ejemplo, sentido
embarcarse en la tarea de elaborar un código de ética judicial) podrían
resumirse así: no es necesaria y tampoco es posible.
La ética no es necesaria porque, venían a
decir, lo que tiene que hacer el juez en cuanto juez es exclusivamente aplicar
el Derecho, y en esto consiste su moral: en seguir el Derecho. Pero además es
imposible, en el sentido de que no habría forma de saber lo que significa “la”
ética judicial, ya que cada juez tiene la suya y no hay criterios racionales
que permitan optar en favor de una o de otra. Como se ve, dos argumentos
típicamente positivistas (sobre todo, el primero) y, en mi opinión,
equivocados. Tampoco aquí voy a entrar en ningún detalle, sino que me limitaré
a señalar algunas deficiencias importantes que plantean esos dos argumentos.
Sobre el primero de ellos, lo que podía decirse es que, aunque fuera cierto que
lo que tiene que hacer un juez siempre es obedecer el Derecho, ocurre que, por
un lado, puede ser imposible saber en ocasiones en qué ha de consistir esa
obediencia si se prescinde de la moral, pues ¿cómo interpretar si no (si no es
recurriendo a una teoría moral) los términos que aparecen en los materiales
jurídicos y que tienen una carga explícita o implícitamente moral?; y, por otro
lado, la propia opción asumida por ese juez (discutible o no; esa es otra
cuestión) tiene un carácter inevitablemente moral: las razones que le llevan a pensar que ha de
seguir siempre el Derecho no pueden ser otra cosa que razones morales. Y sobre
el segundo de los argumentos, el que suscribe la tesis del escepticismo moral,
la razón que me parece de más peso en su contra, y para defender algún tipo de
objetivismo moral, podría sintetizarse así: el escepticismo moral es
incompatible con la práctica judicial y, en general, con las prácticas
jurídicas del Estado constitucional. Si un juez fuera realmente un escéptico en
materia moral, entonces no podría propiamente fundamentar (motivar adecuadamente)
sus decisiones puesto que, como antes decía, el razonamiento de carácter
justificativo incluye siempre un componente moral. Ésta es seguramente la razón
de que los jueces (al igual que muchos ciudadanos) suelan incurrir en esta
materia con bastante frecuencia en contradicción pragmática: dicen ser
escépticos, relativistas morales, pero su propia práctica, su propio
comportamiento, desmiente que lo sean: ¿o acaso no creen los jueces que, al
menos en un porcentaje muy alto de los casos que tienen que decidir, sí que son
capaces de justificar adecuadamente sus decisiones, de producir argumentos
jurídicos que puedan pasar también el test de la moralidad?
Pues bien, lo que vale para los jueces
vale también, mutatis mutandis, para
los fiscales. También ellos parecen ver (al menos, hasta hace poco tiempo), y quizás
sobre todos los fiscales de significación progresista, la moral, la deontología
profesional, con bastantes dosis de escepticismo y por razones semejantes a las
de los jueces. La intervención de José María Mena en este curso me parece que
puede servir como un ejemplo de lo que quiero decir. Su planteamiento, al menos
en buena parte, parece estar dirigido a mostrar que las normas deontológicas que
regulan el comportamiento de los fiscales establecen exigencias de carácter
corporativo (más o menos cuestionables en cuanto a su contenido) centradas en
la idea del honor ( el honor de un grupo, de una profesión) y son, en cierto
modo, una reliquia del pasado: “En el actual contexto histórico democrático la
exigibilidad de virtudes específicas debe quedar reducida a las previsiones
legales, excluyendo pautas de comportamiento privadas, extraprofesionales”. La
razón para pensar así es que el comportamiento de los fiscales (establecer qué
es lo correcto o incorrecto de sus actuaciones) no puede venir fijado por
normas “extralegales” o “infralegales”, como denomina a las normas
deontológicas, sino únicamente por el Derecho, por normas legales que, por lo
demás, no tendrían que recurrir tampoco a “conceptos jurídicos indeterminados”:
“Los deberes inherentes a la condición de fiscal, para ser auténticos deberes,
vinculantes y exigibles, deben estar descritos en la ley. No pueden ser otros
que los descritos en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, artículos 48,
49 y 50 y Disposición Adicional Primera de supletoriedad de la ley judicial,
con una enumeración que no cabe tener por exhaustiva, pero que contiene la
única descripción normativa de las virtudes corporativas exigibles a los
fiscales. Fidelidad, prontitud, eficacia, dependencia jerárquica, legalidad,
imparcialidad, asiduidad profesional, deber de residencia, secreto
profesional.” De manera que, cabría concluir, la ética fiscal no es, en sentido
estricto, necesaria, puesto que esa ética es precisamente la ya contenida en
las normas jurídicas que regulan la profesión; o sea, las normas deontológicas
serían las normas disciplinarias y las normas penales que fijan los supuestos
de las conductas ilícitas (y las correspondientes sanciones) en las que podrían
incurrir los fiscales en el ejercicio de su profesión. Y por lo que se refiere
a si es posible o no sostener que existen normas morales que se aplican a una
profesión (por ejemplo, a la de fiscal), Mena da una respuesta positiva, pero referida
únicamente a las normas de moral social, esto es, a las aceptadas por un
determinado grupo social o por una profesión, y no entra en la cuestión de si
habría o no normas morales justificadas referentes a cómo debería comportarse
un fiscal y que, naturalmente, puede que coincidan o que no (o que en parte
coincidan y en parte no) con las normas aceptadas o practicadas por el grupo en
cuestión. En seguida vuelvo sobre esto.
Esa misma idea (negativista en el fondo)
es la que se encuentra también en uno de los pocos trabajos teóricos que se han
escrito en nuestro país a propósito de la deontología del Ministerio fiscal.
Muy al comienzo del mismo, la autora, María Leonor Suárez[3],
declara ya que “en el marco jurídico la deontología sólo puede referirse al
deber ser de las normas del Derecho” (p. 112). Y por si hubiera alguna duda en
cuanto a cómo interpretar la anterior expresión, “en el marco jurídico”, el
último párrafo de su trabajo deja las cosas claras a este respecto: “Finalmente…y por poner un punto final, vuelvo
al planteamiento inicial, esto es, a la necesidad de reconsiderar las normas
deontológicas del MF como verdaderas normas jurídicas referidas a una sociedad
contextualizada y que deben responder seriamente, máxime en el caso del fiscal
como representante público de los intereses sociales, generales y de justicia,
a un desarrollo saneado de la actuación judicial y a las exigencias
neoconstitucionales, -tal es el único sentido inteligible de la exigencia
deontológica de la moralidad del MF-” (p. 140).
Pero realmente no es así. Si uno quiere
explicarse el auge que en los últimos tiempos ha cobrado la ética aplicada a
las profesiones (jurídicas y no jurídicas), con lo que se encuentra (y de ello
ha hablado ya Justino Zapatero en este curso) no es con la exigencia de
reglamentar jurídicamente cierto tipo de comportamientos, sino de regularlos en
una forma que no cabe dentro de los moldes, digamos, del Derecho oficial,
porque no son propiamente reglamentaciones jurídicas, sino morales, aunque sea
frecuente hablar al respecto de “códigos”. Y si no pueden consistir en
reglamentaciones propiamente jurídicas es porque con las mismas no se trata (o
no se trata sólo) de deslindar la conducta lícita de la ilícita, sino,
fundamentalmente, de definir qué es lo que debe entenderse por excelencia en la práctica de una
profesión. No se trata, dicho de otra manera, propiamente de establecer
“prescripciones” (lo que von Wright llamaba así: normas que establecen que,
dadas determinadas circunstancias, alguien puede hacer, debe hacer o tiene
prohibido hacer una determinada conducta, amenazándosele con una sanción –una
consecuencia negativa- en caso de incumplimiento), sino de fijar “normas
ideales”: las que definen qué es lo que hay que entender por un buen lo que
sea: un buen juez o un buen fiscal.
Es importante, creo yo, darse cuenta de esta
diferencia entre prescripciones y normas ideales, para entender el sentido de
la deontología, esto es, de las normas éticas que se aplican a las profesiones.
Pues hay, por lo menos, dos aspectos en
los que los dos tipos de normas mencionados difieren, regulan la conducta de
manera distinta. Por un lado, la exigencia de ser un buen (en el sentido de
excelente) juez, fiscal o profesor rebasa en algún sentido la idea de lo
meramente debido (lo que puede ser regulado mediante prescripciones). Yo no
cumplo con los requisitos del concepto de buen profesor simplemente porque no
infrinja ninguna de las normas administrativas o de otro tipo (normas
jurídicas) que se aplican a mi conducta como profesor, de la misma manera que
nadie es un buen juez o un buen fiscal (ni tiene reputación de serlo), simplemente porque no haya cometido
ninguna acción delictiva o merecedora de alguna medida disciplinaria. Todos parecemos
manejar alguna idea de lo que significa ser un profesor excelente o un
excelente juez o fiscal que no se reduce a la del cumplimiento de las normas
jurídicas (prescripciones) que son aplicables a su conducta. Naturalmente, para
ser un excelente X hay que ser también un aceptable X, y eso explica con
facilidad que exista una zona más o menos amplia de solapamiento entre lo
regulado por los códigos éticos de, por ejemplo, los jueces o los fiscales y
las normas jurídicas que disciplinan esas profesiones. Por otro lado, otra
diferencia también de cierta significación es que no cumplir con las normas
ideales (con el ideal de buen profesor, buen fiscal, etc.) no puede llevar
aparejadas las consecuencias que conlleva la infracción de las prescripciones.
Entre otras cosas porque parece bastante razonable pensar que suelen ser muy
pocos los miembros de una profesión que realizan de manera completa el ideal de
la misma lo que, por cierto, no supone que la plasmación más o menos normativa
(en realidad, no sólo normativa; luego hablaré de la ética de las virtudes) de
la profesión carezca de sentido. Lo tiene porque (o si) opera como una especie
de ideal regulativo que cumple una función de dirección y de justificación de
las conductas.
Por supuesto (y me parece que este es el
punto –sin duda, importante-de razón que hay que conceder a los escépticos), es
bien posible, y en ciertas circunstancias incluso probable, que de la apelación
a la moral se haga un uso puramente ideológico, interesado, y que la
elaboración de excelsos códigos deontológicos juegue en realidad el papel de
embellecer falsamente la realidad (de dificultar la crítica fundada a las
profesiones). Ese falseamiento de la realidad se produce, por ejemplo, cuando
la elaboración de un código ético se presenta como la mejor medida para resolver
un problema que exigiría, sin duda, movilizar otros recursos que resultarían
más eficaces para ello. Justino Zapatero trae muy oportunamente a colación una
frase de Savater que no puede ser más expresiva: “confiar la solución de todos
los males de nuestra sociedad sólo a la ética es como pretender apagar
incendios forestales con hisopos de agua bendita”. Si nos trasladamos al campo
de las profesiones jurídicas, sin duda el mayor atentado contra la ética es el
fenómeno de la corrupción en la administración de justicia. Pues bien, la
manera más eficaz de combatirla (y sé que eso no es un problema –me refiero a
la corrupción, no a las corruptelas- en
España, pero sí en muchos países latinoamericanos) no es a base de prédicas
morales o de promulgar y difundir códigos deontológicos, sino introduciendo
sanciones efectivas, llevando a cabo cambios institucionales que garanticen la
independencia de los jueces o la objetividad de los fiscales, remunerando
decentemente el ejercicio de esas profesiones, etc. Y, desde luego, en el ámbito de nuestra
cultura jurídica, hay muy buenas razones (todavía hoy) para mantener cierta
actitud de sospecha en relación con los promotores de las diversas éticas
profesionales. Una actitud de sospecha, por cierto, que entiendo también se
tenga conmigo, puesto que yo soy el primero en practicarla. Pongo un ejemplo de
esto último.
Para preparar esta exposición leí, entre
otros, un trabajo de Luis Beneytez Merino titulado “Reflexión deontológica
sobre el Ministerio fiscal”[4].
Me ha parecido interesante en más de un aspecto ( y en alguna medida
coincidente con lo que acabo de decir, al destacar la importancia del elemento
de valor junto al componente normativo para entender los problemas
deontológicos de los fiscales), pero resulta que los ejemplos concretos que
pone de comportamientos éticos (modélicos) de los fiscales parecen consistir en
una reacción frente a actuaciones (éticamente deficientes) de otros
profesionales que el lector adivina fácilmente vienen motivadas por ideologías,
digamos, de izquierdas: el fiscal que logra que se acuse por imprudencia
temeraria al conductor del tren causante de un accidente –por saltarse un
semáforo- y no exclusivamente al ingeniero jefe de señalización, oponiéndose
así a los propósitos de un juez de instrucción que actuaba con la finalidad de
proteger los intereses de la clase trabajadora; o el que se enfrenta a las
órdenes de sus superiores –de la fiscalía- dirigidas a no actuar contra un
político que había hecho manifestaciones ofensivas para un sector de la
judicatura. Ahora bien, si hay buenas razones para ocuparse de (y para preocuparse
por) la ética de los fiscales, parecería que deberíamos buscarlas más bien en
otro lado: en otro tipo de delitos (los que verdaderamente ponen en peligro la
convivencia social), en otro tipo de actitudes y quizás también en otro tipo de
agentes.
Pero, en fin, una cosa es que haya razones
para sospechar que en la elaboración de un código de ética profesional pueden
deslizarse fácilmente elementos ideológicos, prejuicios, etc.; y otra cosa es
que esas sospechas se lleven hasta el extremo de descalificar por completo
cualquier iniciativa en ese sentido. Esto último me parece, como digo,
equivocado, porque se basa en una idea también equivocada de lo que significa
la ética profesional –la deontología- y de lo que significa la ética sin más. Y
aquí me parece que conviene hacer de nuevo algunas aclaraciones de carácter
conceptual.
Cuando se pretende conocer –o establecer-
en qué consiste la ética de los jueces, de los fiscales, de los médicos, de los
abogados, de los empresarios o de los banqueros es usual requerir el parecer de
los “expertos” en ética. La especialización creciente del saber hace que, cada
vez más, estemos en manos de los expertos, lo que, como ustedes saben muy bien,
tiene una aplicación en el ámbito procesal, en el que la prueba pericial se
encuentra evidentemente en alza: en muchos casos son efectivamente los expertos
(médicos forenses, contables, etc.) los que juegan el papel determinante en la
resolución de los pleitos. Ahora bien, ¿quiénes son los expertos en ética? Como
es bien sabido, la ética es uno de los campos tradicionales de la filosofía, y
un campo que tiene su “réplica”, por así decirlo, en el interior de la
filosofía del Derecho: supongo que la razón para que yo esté aquí no es otra
que la de suponérseme ciertos conocimientos de “experto” en la materia. ¿Pero
en qué podría ser yo experto? Desde
luego, no en saber mejor que los que ejercen la profesión de fiscal cuáles son
las pautas morales de conducta que son aceptadas y seguidas en la práctica; esta
es una pretensión de conocimiento que quizás pudiera arrogarme si hubiera hecho
algún tipo de investigación empírica sobre la materia, pero no es el caso. Ni
tampoco sería experto a la hora de determinar qué es lo correcto o lo
incorrecto, lo que está moralmente bien o no que haga un profesional (con
independencia de qué sea lo que suela hacerse en la práctica), o qué cualidades
debería tener un fiscal para alcanzar la excelencia y poder considerársele como un modelo para otros.
Entiéndaseme, puedo tener ideas razonables, bien fundadas, sobre el particular,
pero lo que quiero decir es que yo no podría pretender estar en mejores
condiciones que los fiscales –por el hecho de que sea un filósofo del Derecho,
experto en ética jurídica- a la hora de establecer esos juicios. Sería, casi
diría, una idea ridícula por mi parte, dado que no tengo ninguna experiencia en
la profesión, no conozco desde dentro ni con detalle los problemas éticos a los
que tienen que hacer frente los fiscales, etc. Mi “experticia”, de existir,
tendría que consistir en otra cosa; si efectivamente soy un experto en la
materia, tendría que estar en condiciones (o en mejores condiciones que quien
no tiene esa formación) de aclarar una serie de cuestiones de naturaleza
teórica, pero que pueden suponer una ayuda muy significativa a la hora de
resolver el segundo tipo de los problemas que acabo de distinguir: los
problemas de ética normativa. Los primeros serían cuestiones de ética
descriptiva, pues de lo que se trata es de describir y de explicar cuáles son
las pautas morales que rigen en una determinada profesión o en una cierta
sociedad, cómo evolucionan, cómo se explica que sean esas y no otras, etc. En
lo que es experto el filósofo, en definitiva, es en lo que se llama teoría
ética o metaética, aunque, como es lógico, no se puede hacer teoría ética de
manera competente si se desconoce todo sobre los otros dos niveles de reflexión
sobre la ética (la ética descriptiva y la normativa), como no se puede hacer
tampoco filosofía del Derecho si se carece de una formación jurídica. De manera
que las distinciones que acabo de hacer son seguramente útiles a efectos
clarificadores, pero no hay por qué empeñarse en considerarlas como compartimentos
estancos.
Pues bien, hablando en términos muy
generales, hay un par de clasificaciones que suelen hacerse en el nivel de las
teorías éticas y que me parecen
relevantes para lo que aquí nos interesa: la deontología de los fiscales.
La primera es la clasificación que divide a las teorías de la ética en
deontológicas y teleológicas. Sin entrar en muchos detalles: las primeras (como
la concepción de Kant) consideran que lo “correcto” tiene cierta prioridad
sobre lo “bueno”, lo que quiere decir que uno puede tener ciertos deberes,
aunque la realización de los mismos no produzca buenas consecuencias (no
persiga lo bueno); la idea que trata de captar esa concepción es que hay
deberes morales que son absolutos, en el sentido de que se tienen con
independencia de cuáles sean las consecuencias a las que pueda llevar su
cumplimiento; pensemos, por ejemplo, en el principio de dignidad humana: la
razón para respetar la dignidad de otro no es el beneficio que pueda obtenerse
con ello, sino el convencimiento de que la dignidad es un valor último. El
segundo tipo de teorías morales (como el utilitarismo de Bentham) invierte las
cosas, las prioridades: lo correcto está subordinado a lo bueno. Lo que uno
debe hacer es aquello que produzca las mejores consecuencias, como quiera que
se entiendan las consecuencias, puesto que hay muy diversas maneras de hacerlo;
la fórmula de Bentham, como se sabe (pero sería sólo una de las posibles
maneras de ser utilitarista), hace referencia al logro de la mayor felicidad para
el mayor número. Pues bien, algo que podría resultar sorprendente y que se
desprende de lo anterior es que Bentham, el filósofo que suele ser citado como
el introductor del término “deontología”, no sería, sin embargo, un deontologicista
en ética, o sea, Bentham no es un partidario de la deontología en el sentido
técnico en el que hoy suele emplearse la expresión en la filosofía moral[5]. Pero esto no debe tampoco preocuparnos
demasiado, pues no va más allá de constituir un simple problema de ambigüedad:
no siempre se entiende “deontológico” o “deontología” de la misma manera.
Cuando hoy se habla (en el plano de la ética prescriptiva) de deontología (o de
código deontológico) a lo que se hace referencia es a la ética aplicada a una determinada
profesión, pero el rótulo no nos dice nada sobre si esa ética (ese código
ético) se inspira en una teoría de la moral deontológica o teleológica. Y, en
realidad, me parece que puede afirmarse sin mucho temor a equivocarse que las
éticas profesionales (y los correspondientes códigos deontológicos) recogen
principios tanto de carácter deontológico como teleológico o consecuencialista.
La otra distinción que nos importa es la
que permite diferenciar las teorías normativistas de la ética, de las
concepciones de la ética basadas en la virtud. Las primeras tratarían de
contestar a la pregunta de qué debe uno hacer para comportarse de manera
éticamente adecuada, cuáles son nuestros deberes éticos: por ejemplo, cumplir
con el imperativo categórico kantiano o realizar las acciones que produzcan la
mayor felicidad para el mayor número. Las segundas (un ejemplo notable de este
tipo de concepción es la ética aristotélica) tratan de contestar más bien a la
pregunta de cómo construir una personalidad moral, qué rasgos de carácter –qué
virtudes- son los que debería esforzarse por adquirir el que aspira a llevar
una vida buena, una vida moral. Ahora bien, tampoco esta contraposición hay por
qué verla de manera excluyente, sino que podríamos considerar que esas dos concepciones
vienen a ser en realidad visiones distintas pero complementarias de la ética. Es
lo que parece ocurrir también en relación con la ética de los jueces o de los
fiscales: los jueces deben ser independientes y los fiscales imparciales y hay
virtudes, como el valor, la honestidad, etc. que, si se poseen, contribuyen
efectivamente a que los jueces cumplan con sus deberes de independencia y los
fiscales con los de imparcialidad.
2.
El modelo de
construcción de la ética judicial, de un código deontológico para los jueces,
puede ser de interés para los fiscales, al menos por un par de razones: porque
sin duda la ética judicial ha alcanzado un mayor grado de desarrollo tanto
teórico como práctico; y porque se trata de dos figuras afines, de manera que
mucho de lo que es aplicable al comportamiento de los jueces se podría
extender, analógicamente, al caso de los fiscales. Existe sin embargo una dificultad que no se puede soslayar: la
institución judicial tiene contornos mucho mejor definidos que la del ministerio
público y eso parece tener consecuencias importantes. Si es posible fijar (en
un código deontológico) las exigencias normativas que configuran la excelencia
judicial, es porque pensamos que hay alguna noción básica y compartida de lo
que sería el “buen juez”. ¿Pero cómo construir el concepto del “buen fiscal”
cuando resulta que lo que se entiende por fiscal o por ministerio público (las
funciones que se le confían) puede(n) variar considerablemente de un sistema
jurídico a otro, e incluso puede ocurrir, como en el caso del Derecho inglés,
que ni siquiera puede decirse que exista en puridad un ministerio fiscal?
¿Tiene razón uno de los mayores estudiosos de la figura del fiscal cuando, en
un escrito reciente, la califica de “misteriosa institución”?[6]
Bueno, el misterio naturalmente no
consiste en que no sepamos (y no sepa muy bien el autor citado: Luis María Díez-Picazo)
lo que es un fiscal, cuáles son sus funciones (incluyendo las diferencias que
pueden advertirse de un país a otro), cómo ha evolucionado la figura en
diversos sistemas jurídicos, etc. El misterio, la dificultad, estriba en que
parecen existir diversas maneras de concebir el ministerio fiscal, y una de
ellas –el modelo norteamericano-, parece
estar ganando mucho terreno en los últimos tiempos. Se plantea así una especie
de batalla jurídico-cultural que en España se centra sobre todo en la cuestión
de quién debe instruir: el juez o el fiscal. No es un debate, por cierto, sólo
de dogmática –de técnica- jurídica sino, fundamentalmente, de filosofía moral y
política. Por eso, yo creo que casi todos los participantes en el mismo
estarían de acuerdo en que (como lo ha sostenido aquí Mena) ambas opciones son
constitucional y conceptualmente posibles, de manera que el debate estriba en
realidad en precisar cuáles son los valores a los que se desea dar prioridad en
la configuración del proceso y hasta qué
punto se lograrían satisfacer según que la instrucción se confiara a los jueces
o a los fiscales[7].
Y si planteáramos así las cosas, me parece que podría hablarse de un consenso
bastante sólido por lo que hace a los valores a perseguir (los que deberían
presidir el proceso penal: valores de tipo garantista), mientras que las
discrepancias se concentran más bien en cuestiones de medios, de carácter
instrumental: qué cambios institucionales habría que llevar a cabo para
conseguir esos fines. Dicho de otra manera, parece indudable que en la cultura
jurídica española (incluyendo, claro está la de los propios fiscales) la figura del ministerio público se ve como
esencialmente afín a la del juez y alejada en consecuencia de la del abogado,
el abogado de parte. Lo cual, naturalmente, tiene consecuencias de cierto
relieve en el plano deontológico.
Por supuesto, nadie (cualquiera que sea el
sistema jurídico del que parta) piensa que un fiscal deba comportarse
exactamente igual que tendría que hacerlo un juez o un abogado. Claramente se trata de
una figura distinta: la del acusador público. Pero que, en términos relativos,
puede aproximarse más a la del abogado (el caso estadounidense), o a la del
juez (el modelo de Europa continental y, en particular, el italiano en el que
los fiscales se integran dentro de la magistratura). Y ello, como decía, tiene
consecuencias en el plano ético. Así, en el contexto estadounidense, la ética
del fiscal (que ocupa regularmente un capítulo en cualquier manual de ética
jurídica: ésta es una materia a la que se concede una considerable importancia
académica) se centra mucho en la necesidad de subrayar las diferencias entre el
fiscal y el abogado de parte: se insiste, por ejemplo, en que el deber del
fiscal es el de hacer justicia (actuar de manera imparcial) y no el de lograr
condenas (lo que, supongo, no sería necesario subrayar en relación con el
fiscal español). Y en la misma cobra gran importancia, por ejemplo, la
discusión a propósito de bajo qué condiciones debería un fiscal llevar adelante
una acusación: si basta con que considere probable que el acusado es culpable,
o debería estar convencido de la culpabilidad “más allá de toda duda razonable”
( sí, como exigencia no sólo para condenar, sino para perseguir penalmente a
alguien)[8].
Mientras que en contextos como el español, los problemas deontológicos tienen
mucho más que ver con la “dependencia jerárquica”, esto es, con un principio
organizativo que, al menos potencialmente, podría plantear problemas éticos al
fiscal que quisiera actuar con independencia de criterio[9]. De
manera que lo que se subraya en un caso es que los fiscales tienen que ser
imparciales, a diferencia de los abogados; y en el otro caso, que no son (¿no podrían serlo?) independientes, al menos de la misma manera
que lo son los jueces.
Sin embargo, a pesar de esas diferencias
de acento, me parece que podría decirse que, cualquiera que sea el modelo de fiscal
del que se parta, lo que hace que cobre tanta importancia la ética de los
fiscales es el carácter discrecional del poder que, en uno u otro caso,
caracteriza a la institución del ministerio público: el poder de acusar. Sin
duda, esa discrecionalidad es más patente en el caso del fiscal estadounidense,
pero no deja de existir –ni mucho menos- en los fiscales de los sistemas de
Derecho continental[10].
En el caso español, como es bien sabido, el fiscal aparece definido en la Constitución y en su
Estatuto Orgánico como un órgano que actúa en defensa de la legalidad y con sujeción en todo caso al principio de
legalidad. Pero, claro está, si existe
política criminal (que es lo que justifica que el fiscal general del Estado sea
nombrado por el ejecutivo) es porque se supone que hay un margen de
discrecionalidad a la hora de establecer prioridades sobre qué delitos
perseguir y sobre cómo utilizar los recursos (escasos: insuficientes para
perseguir eficazmente todos los delitos) de los que se dispone. Por eso, ningún
fiscal que se plantee con seriedad los aspectos éticos de su profesión puede
ignorar un hecho que parece irrebatible: la desproporción existente entre los
actos delictivos cometidos y los efectivamente perseguidos y castigados. Luigi
Ferrajoli (refiriéndose básicamente a Italia pero parece claro que sus palabras
son también aplicables al caso español, donde en las últimas décadas hemos
vivido un proceso incesante de inflación
de las normas penales) afirmaba hace años lo siguiente: “Si por ventura
todos los delitos denunciados fueran perseguidos y castigados, y no digamos si
lo fueran todos los delitos cometidos, incluso los no denunciados, es probable
que gran parte de la población estuviera sujeta a proceso o en reclusión”[11]. De manera que el fiscal, por supuesto, tiene
que esforzarse por defender la legalidad, pero no puede escudarse en ella y
pensar que así ha resuelto todos los problemas éticos que le plantea el
ejercicio de su profesión. No puede sentirse justificado para hacer
interpretaciones formalistas[12]
de las normas que dejen de lado lo que tendría que ser el valor último a
perseguir en el ejercicio de su profesión: garantizar los derechos de los
individuos, y no solo los de carácter procesal, sino también los de naturaleza
sustantiva. Y para ello tendría que hacer, sin duda, un amplio uso de la
equidad que, en la célebre formulación de Aristóteles, es una adecuación de la
ley a las circunstancias de la realidad
para evitar un resultado injusto: un castigo desproporcionado para
algunos (para algunos delitos) y la impunidad para otros. Si se quiere decirlo
de otra manera: el fiscal no puede (ni debe) evitar cierto ejercicio de la
discrecionalidad[13].
Lo que le está vedado es hacerlo de manera arbitraria.
Como
es sabido –y nos recordó Miguel Carmona
en su exposición- en España (a diferencia de lo que ocurre ahora en muchos
países europeos y americanos) no existe
un código propio de ética judicial. Sin embargo, en el año 2006 se aprobó, en la XIII Cumbre Judicial
Iberoamericana, un Código Modelo
Iberoamericano de Ética Judicial en cuya elaboración participó activamente el
Consejo General del Poder Judicial y que, en algún sentido de la expresión,
podríamos considerar “vigente”. Merece la pena, en mi opinión, prestar alguna
atención al mismo, porque podría ser una referencia de cierto interés de cara a
elaborar un código de ética del Ministerio fiscal o algún otro documento por el
estilo.
El
Código consta de una (extensa) exposición de motivos y de casi un centenar de
artículos divididos en dos partes: en la primera se desarrollan los “principios
de la ética judicial iberoamericana” (independencia, imparcialidad, motivación,
conocimiento y capacitación, justicia y equidad, responsabilidad institucional,
cortesía, integridad, transparencia, secreto profesional, prudencia, diligencia
y honestidad profesional), y la segunda está dedicada a regular la Comisión Iberoamericana
de Ética Judicial. Es importante subrayar que se trata de un código sin
sanciones, pero no creo que por ello deba considerársele carente de eficacia.
En realidad, las funciones que el mismo trata de cumplir son las de facilitar a
los jueces la reflexión sobre su propia práctica, orientar esa práctica al
explicitar los criterios que la guían (o que debieran guiarla) y facilitar a
otros la crítica justificada de la profesión. Lo que quiere decir (y me parece
que es importante subrayarlo) que los destinatarios de un código deontológico
no son sólo los miembros de una determinada profesión. Si se piensa, por
ejemplo, en los casos de actuaciones judiciales que, en los últimos años, han
sido objeto de polémica, no me parece exagerado afirmar que la opinión pública
podría haber encontrado en ese código una orientación útil. Más útil que
limitar la discusión a si tal determinada conducta de un juez está o no prohibida
por el Derecho positivo. Repitámoslo una vez más: un código deontológico no es
una alternativa al código penal o a las normas disciplinarias. Un juez, al
igual que un fiscal, puede actuar mal en el ejercicio de su profesión (o no de
la mejor manera posible), aunque no haya cometido un ilícito jurídico.
Pues bien, ese conjunto de principios
podría suministrar seguramente un esquema útil de cara a elaborar un código
deontológico para los fiscales si bien, como es lógico, no se trataría tampoco
de seguirlo mecánicamente. Puede que haya que introducir algún nuevo principio;
desde luego, habrá que reinterpretar los antes mencionados al aplicarlos a la
conducta de los fiscales; y algo parecido a esto último habría que hacer también
en relación con las virtudes: las de los fiscales tendrían que ser, por así
decirlo, más “activas” que las de los jueces[14].
Pero, con todo, me parece que lo más interesante no se encontraría tanto en el
contenido, cuanto en el método seguido para su elaboración. En líneas
generales, podría decirse que se trató de alcanzar una especie de “equilibrio
reflexivo”, o sea, se procuró explicitar primero las pautas que los
profesionales consideraban adecuadas en relación con cada uno de esos
principios, para confrontarlas luego con los criterios que cabría obtener de
una teoría ética justificada y proceder entonces a un ajuste mutuo: en algún
caso, un principio general de la ética tuvo que ser “modulado” al aplicarlo a
las circunstancias de la conducta profesional de los jueces, y en otras
ocasiones hubo de reconocerse que ciertas prácticas más o menos consagradas de
la profesión no eran justificables desde un punto de vista ético. A su vez, la
articulación de cada uno de esos principios sigue una cierta lógica interna: se
comienza señalando su finalidad, lo que sirve de justificación para el
principio en cuestión; se procede luego a dar una definición del principio; se
incluyen a continuación algunas reglas específicas que resultan significativas;
y se termina señalando ciertas actitudes, ciertos rasgos de carácter o virtudes
que favorecen el cumplimiento del principio en cuestión[15].
Creo que fue un método en líneas generales acertado, pero que se mejoraría si
al mismo se incorporara un ingrediente más: ejemplos de conflictos éticos
reales con una (o, ¿por qué no?, varias) propuesta(s) de solución. Al respecto
hay una reciente iniciativa que ha puesto en práctica la Escuela Judicial
de Barcelona y que me parece de sumo interés: consiste en confeccionar, como
base para una posterior discusión, una serie de micro-relatos, a partir de
noticias de prensa, sentencias del Tribunal Supremo, o de la propia experiencia
de los autores, en los que se plantean problemas conectados con los distintos
principios, valores o virtudes de la ética judicial. En fin, si ese elemento
más práctico haya de formar parte de un “código” o debiera incorporarse en
algún otro tipo de documento es una
cuestión que no debe preocuparnos mucho.
Termino mi exposición con una
reflexión a propósito de la anécdota con la que la empecé. Mi admiración por el
juez Holmes es inmensa y no tengo ninguna duda de que en muchísimos aspectos
sigue siendo un modelo a seguir. Pero yo no le seguiría en su crudo
positivismo. Me imagino, por eso, una escena en la que un fiscal experimentado
acaba de comer con un recién licenciado que quería conocer las interioridades
de la carrera fiscal, de cara a encaminar o no hacia ahí su futuro profesional.
Cuando ya se han despedido y el fiscal está saliendo del restaurante en
dirección a su coche, el joven exclama en alta voz: “¡Siga haciendo justicia!”.
El fiscal se da la vuelta y en tono reflexivo le dice: “No es fácil hacer
justicia. Requiere mucho esfuerzo y a veces estar dispuesto a aceptar algo más
que incomodidades. La verdad es que casi siempre he tenido muy claro cuál
habría sido la decisión justa a tomar en el caso. Pero a veces hay obstáculos
insalvables; y no todo depende de uno… En fin, por lo menos estoy seguro de
haber contribuido a evitar algunas
clamorosas injusticias”.
Que
no es poco.
[1] Ponencia presentada en el curso “Ética y
Deontología en el Ministerio Fiscal”, Madrid, noviembre de 2013.
[2] La primera de las anécdotas la refería hace unas semanas un juez
español –Carlos Gómez- en una conferencia sobre ética judicial en la Escuela Judicial
de Barcelona. Y tengo en mis manos un artículo sobre la reforma de la
administración de justicia escrito por el actual fiscal general del Estado que
arranca para su reflexión del “concepto positivista” pero, aclara, “también profundamente liberal
de lo que significa el Derecho y la justicia” de Holmes; Eduardo Torres-Dulce
(en “La inevitable reforma de la administración de justicia”, El Notario del siglo XXI, nº 50,
julio/agosto 2013, p. 10) se refiere en concreto
a la convicción del jurista estadounidense de que el bien común siempre se
alcanza mejor mediante el libre intercambio de ideas.
[3] Maria Leonor Suárez Llanos, “Deontología
del Ministerio Fiscal. Descripción normativa y crítica. O de ¿para qué necesitan
los fiscales ser morales?”, en Anuario de
Filosofía del Derecho, nº XXV, enero de 2008.
[4] En Ética
de las profesiones jurídicas. Estudios sobre deontología, UCAM-AEDOS,
Murcia, 2000.
[5] Sobre esto puede consultarse, por
ejemplo, el Diccionario de filosofía
de Ferrater Mora; pero, por lo que he podido ver, los jueces y los fiscales que
se interesan por averiguar el significado de “deontología” suelen quedarse en
el Diccionario de la
Real Academia.
[6] Vid. L.M. Díez-Picazo, “Siete tesis
sobre la idea de fiscal investigador”, en Teoría&Derecho,
1/2007, p. 33 y 29. No falta, sin embargo,
quien califica la institución del fiscal como “de derecho natural”,
aunque con ello lo único que pretende decir es que en nuestros sistemas
jurídicos “no se concibe ya que la función de acusar quede en manos de los
particulares” (Luis Pacheco Carve, “El fiscal en el Derecho comparado”, en Estudios Jurídicos. Ministerio fiscal, VI,
2001, p. 133).
[7]La representante de la Asociación Profesional
de Fiscales dijo en su presentación algo importante y en lo que parece existir
un consenso amplio: en todo caso, antes de convertir a los fiscales en
instructores habría que modificar su estatuto orgánico, precisamente para asegurar
que no se pondrían en riesgo los valores característicos de un proceso
garantista. Y, desde el otro lado, parece existir también un amplio consenso en
que la instrucción por parte de los jueces plantea ciertas disfunciones
bastante obvias; las discrepancias estarían en si las mismas podrían corregirse
(o aminorarse significativamente) continuando con el modelo del juez
instructor.
[8] Vid., por ejemplo,
Monroe H. Freedman, Understanding
Lawyers’ Ethics, Matthew Bender, New York, 1990, pp. 218 y ss.
[9] O, en el caso extremo, que plantee una
objeción de conciencia para no intervenir en un caso. Antonio del Moral (en “La
objeción de conciencia de los miembros del ministerio fiscal”, en Objeción de conciencia y función pública,
Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2007) entiende que podría admitirse
la objeción (está pensando en casos en
que la ley impusiera la pena de muerte, en los que se autorizase el aborto a
practicar por una menor o se impusiera la expulsión a un extranjero “en medida
que se le presenta [al fiscal] como inhumana y patentemente injusta”) si se
dieran ciertas circunstancias: sinceridad de la objeción, sustituibilidad fácil
y disposición a asumir otros asuntos en compensación (p. 279). Al respecto,
trae a colación el artículo 27 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que,
aunque no establezca una previsión “que sirva para afrontar la objeción de
conciencia frente a una norma legal, sino frente a órdenes o indicaciones
concretas”, en su opinión, “mitiga los efectos de una dependencia jerárquica
entendida como obediencia ciega “ y “estimula el debate interno”. Todo lo cual
le lleva a lamentar el escaso uso que se hace de ese artículo 27: “El mecanismo
allí previsto debiera ser algo de administración ordinaria –es normal que
existan esas discrepancias y no debe ser insólito que en determinados casos se
desencadenen esas fórmulas para provocar el debate y, como fruto del mismo, la
decisión adecuada-. Sin embargo se ha convertido en algo excepcional, cuya
utilización parece requerir ciertas dosis de heroísmo o estar reservada a
fiscales “rebeldes”. En eso creo que los fiscales tenemos una importante cuota
de responsabilidad” (p. 298).
[10] Resulta por ello absurdo que alguien
pueda pensar (pero me temo que así ocurre a veces) que la diferencia entre los
jueces y los fiscales radica en que los primeros toman decisiones, mientras que
los segundos se limitan a aplicar la ley.
[11] Luigi Ferrajoli, “Criminalidad y
globalización”, en Claves de Razón
Práctica, nº 152, mayo 2005, p. 23.
[12] He aquí dos ejemplos de formalismo y, en mi opinión,
de comportamientos contrarios a la ética. El primero tendría lugar si, dado que
un fiscal no puede retirar las acusaciones en juicio sin pedir permiso y
realizar luego un informe, para evitarse las incomodidades que eso supondría,
mantiene su posición “pro forma”, incluso en casos de absoluta falta de
pruebas. Y el segundo sería aquel en el que, existiendo antecedentes que
tendrían que haber sido cancelados,
mantiene sin embargo la solicitud de aplicación de la agravante de
reincidencia por considerar que la petición de que no se aplique la agravante
concierne sólo a la defensa.
[13] En una reciente tesis de doctorado leída
en la Universidad
de Valencia (Arturo Todolí, ”La potestad de acusar del Ministerio Fiscal en el
proceso penal español: Naturaleza, posibilidades de su ejercicio discrecional,
alcance de sus diferentes controles y propuestas de mejora del sistema”) hay
todo un capítulo, el VI, dedicado a los “Supuestos de discrecionalidad en el
funcionamiento real del sistema”.
[14] Por ejemplo, la perseverancia y la
indignación ante la impunidad de ciertos comportamientos socialmente muy
nocivos bien podrían ser consideradas como virtudes características de los
fiscales, pero seguramente no de los jueces (o, al menos, no en el mismo grado).
Me parece que es ilustrativo al respecto el relato de Giancarlo De Cataldo que
forma parte del libro Giudici,
publicado por Einaudi en 2011 (y cuya traducción al castellano aparecerá pronto
en Marcial Pons); a diferencia de las otras dos narraciones, de Andrea
Camilleri y Carlo Lucarelli, que componen el libro, la de De Cataldo no tiene
como protagonista a un juez, sino a un fiscal.
[15] Una exposición más detallada puede verse
en Manuel Atienza, Reflexiones sobre
ética judicial, Suprema Corte de Justicia de la Nación , México, 2008.
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