El artículo se
publicará en el próximo número de la revista EL NOTARIO DEL SIGLO XXI
Hace algunos
años, cuando se estaba discutiendo el proyecto del Gobierno para reformar la
regulación del aborto, escribí en esta revista un artículo defendiendo el
llamado “sistema de plazos” que se incorporaría luego en la, todavía vigente, “ley
de interrupción del embarazo” de 2010. No se trataba exactamente de una
réplica, pero mi postura era básicamente antitética a la que apareció en otro
trabajo publicado en el mismo número de EL NOTARIO DEL SIGLO XXI y que tenía
como autor a Manuel González-Meneses.
Aprovechando esa circunstancia, nos embarcamos en un debate que tuvo, primero,
la forma de un intercambio epistolar y que, finalmente, publicamos (junto con
los dos artículos iniciales) como un trabajo conjunto que titulamos
precisamente “Debate sobre el aborto”[1].
Releyendo
ahora esa polémica, no tengo más remedio que reconocer que pequé entonces de
ingenuo. Mi planteamiento partía de considerar que el sistema de plazos
planteaba en realidad una cuestión moralmente más simple que la de los
supuestos introducidos por la ley anterior, la de 1985. Y como el Tribunal
constitucional había considerado conforme con la Constitución aquella
regulación (despenalizar el aborto terapéutico, el ético –por causa de
violación- y el eugenésico), me parecía que el problema del aborto en España
quedaría con la nueva ley, y desde el punto de vista jurídico-penal,
“estabilizado”. No podía imaginarme entonces que, al cabo de no muchos años, la
discusión volvería a plantearse en los términos anteriores a 1985, trazándose
con ello un recorrido (circular) en el
que no parece acompañarnos ninguno de los países de nuestro entorno.
Mi
error de predicción no va, sin embargo, acompañado de un error en cuanto al
fondo del asunto. Sigo pensando que la ley de plazos de 2010 es una ley
moralmente justificada, a diferencia de lo que ocurre con la propuesta de nueva
regulación que se contiene en el anteproyecto de “ley para la protección de la
vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada” que con tanto
empeño defiende el ministro Ruiz Gallardón. El razonamiento para pensar así no
difiere en nada –o en nada sustancial- con respecto al que había planteado en
el debate con González-Meneses. Se puede sintetizar en cuatro puntos: 1) El
valor que moralmente (y constitucionalmente) debe asignársele al feto varía (va
incrementándose) desde el momento de la concepción hasta el del nacimiento. En particular, 2) no es posible afirmar que un
feto de menos de tres meses posea dignidad, a no ser que se recurra a razones
religiosas que, por tener ese carácter, deben dejarse al margen del discurso
público. Lo que lleva a concluir que, 3) durante ese periodo de tres meses, el
valor de la autonomía (la libre decisión de la mujer) es razón suficiente como
para justificar la permisión jurídica del aborto, mientras que en etapas
posteriores del desarrollo del feto, la permisividad de las conductas abortivas
requiere además la presencia de otros factores, como el peligro para la salud
de la mujer o la existencia de malformaciones en el feto. Repárese en que he
hablado de “permisión jurídica del aborto”, porque esa es la conclusión a la
que se necesita llegar para defender la ley de aborto vigente. O sea, no es
necesario para ello pensar que las
acciones abortivas que la ley permite están también moralmente justificadas,
sino que bastaría con aceptar que no está justificado castigarlas penalmente
(aunque se consideraran moralmente incorrectas); esto último es lo que hace que
4) una persona creyente pueda coherentemente dar su apoyo a esa ley, siempre
que a) no sea un “perfeccionista moral” o un ”moralista jurídico” (alguien que
piense que todo lo que es moralmente malo debe estar penalmente sancionado) y b) acepte la primera de las premisas (que el
valor moral del feto va incrementándose desde la concepción hasta el nacimiento).
No había leído el anteproyecto de la nueva
ley hasta que me he puesto a escribir este artículo. Pero sí conocía,
lógicamente, las noticias de prensa que recogían los cambios que se pretendían
introducir y la justificación de los mismos por parte del ministro Ruiz
Gallardón (que se supone expresa el parecer del gobierno) en diversos medios de
comunicación y en el parlamento. Como se sabe, los dos supuestos en los que la
práctica de un aborto no constituiría un delito son: 1) cuando se trata de
“evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la
embarazada, siempre que se practique dentro de las veintidós primeras semanas
de gestación”; y 2) cuando “el embarazo sea consecuencia de un hecho
constitutivo de delito contra la libertad o indemnidad sexual, siempre que el
aborto se practique dentro de las doce primeras semanas de gestación”. Y la
justificación del ministro parece discurrir en torno a los siguientes
argumentos: 1)la nueva regulación tiene un carácter liberador para la mujer,
porque su participación en el aborto será a partir de ahora siempre impune: no
es a ella a quien se castigará, sino a quien le provoque el aborto (aunque sea
con su consentimiento); 2) el concebido es una persona moral que posee la misma
dignidad que el nacido o que una persona adulta; 3) el castigo de las conductas
abortivas –fuera de los dos supuestos señalados- está dirigido a defender al
ser humano, al feto, que, dadas las circunstancias, es el que se encuentra en
la posición más débil.
Pues
bien, yo creo que la nueva regulación propuesta para el aborto no sólo no está
justificada desde el punto de vista moral (de acuerdo con lo que anteriormente
he dicho), sino que incurre además en una llamativa contradicción interna. Pues
si las razones para el cambio legislativo que se pretende llevar a cabo son las
que esgrime el Gobierno (o su ministro de justicia), entonces no se entiende
por qué la violación justificaría que se produjera una acción que habría que
considerar –según los anteriores presupuestos- como el “asesinato” de un “ser
indefenso” y cuya vida posee la misma “dignidad” que la de la gestante. ¿Qué
tipo de ponderación habrán llevado a cabo los redactores del anteproyecto para
concluir que una vida humana vale (pesa) menos que las incomodidades que
pudieran causársele a otra (a la futura madre)? ¿No sería más coherente hacer
como en los países de credo musulmán en los que el aborto sólo se justifica
cuando está en riesgo la vida de la madre? ¿Y no es curioso, por cierto, que se
haya puesto el límite para la práctica impune del aborto en ese caso en el
mismo momento (12 semanas) en el que lo fija la ley vigente, aunque sin exigir
que haya habido previamente una violación, sino simplemente que así lo haya
decidido la mujer? Estoy seguro de que mi agudo
y temible contradictor en el debate al que al comienzo me refería,
Manuel González-Meneses, también verá aquí un serio problema de coherencia
aunque, desde luego, no compartirá para nada el fondo de lo que estoy defendiendo.
De
todas formas, la impresión que dejó en mí la lectura del anteproyecto no fue
simplemente que se trataba de una regulación injusta, sino de una ley cruel; si
se quiere, de una crueldad injustificada. Y me parece que el lector no debería
pensar que al decir esto estoy incurriendo en un juicio desmesurado,
extremista. John Rawls, el filósofo de la moral más influyente en las últimas
décadas, de ideología liberal (en el sentido usamericano: o sea,
socialdemócrata para nosotros) pero que difícilmente podría ser calificado de
radical, escribió algo parecido en su famoso libro “El liberalismo político”.
Al caracterizar la noción de “razón pública” sostuvo que “cualquier balance
razonable entre estos tres valores [los que estarían presentes en los supuestos
de aborto] dará a la mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si pone
o no fin a su embarazo durante el primer trimestre”, añadiendo que cualquier
doctrina que excluya ese derecho en los tres primeros meses es “irrazonable” y
“dependiendo de los detalles de su formulación [por ejemplo –especifica- si
niega ese derecho salvo en los casos de violación o de incesto] puede llegar a
ser incluso cruel y opresiva” (p. 278-9, nota 32). Y como seguramente el lector
recuerde, en la sentencia del Tribunal Constitucional español a propósito del
aborto, al examinar el llamado aborto “eugenésico”, esto es cuando el feto
presenta alguna anomalía seria (un supuesto no reconocido en el actual
anteproyecto), la idea de crueldad (de evitar un trato cruel hacia la mujer)
jugó también un papel destacado. El tribunal dijo entonces que el legislador
“puede…renunciar a la sanción penal de una conducta que objetivamente pudiera
representar una carga insoportable, sin perjuicio de que, en su caso, siga
subsistiendo el deber de protección del Estado respecto del bien jurídico en
otros casos”. O sea, aunque el TC no empleara la expresión, el castigo penal en
esos casos supondría un acto de crueldad.
Me
doy cuenta de que un defensor del anteproyecto (por ejemplo, el ministro Ruiz
Gallardón) podría replicar que lo anterior no se aplica a la nueva regulación
propuesta, puesto que en ella no hay ninguna amenaza de sanción penal para la mujer.
Pero me parece que esa posible excusa lo único que haría es añadir a la
crueldad una notable dosis de hipocresía. Simplemente porque resulta muy fácil
predecir que las mujeres con recursos que en el futuro decidan abortar en los
supuestos ahora permitidos pero que la nueva ley prohibiría podrán hacerlo sin
mayores inconvenientes, mientras que esto no va a ser así para las peor
situadas social y económicamente que seguramente no dejarán de abortar en los
supuestos en los que ahora está permitido hacerlo, pero lo harán en condiciones
mucho peores que las que ahora existen. No me parece por ello que haya ni una
gota de demagogia en afirmar que lo que está proponiendo el Gobierno es
esencialmente una ley contra las mujeres pobres.
Ha
caído en mis manos en los últimos días un libro de José Ovejero, La ética de la crueldad, que recibió en
el año 2012 el Premio Anagrama de ensayo. Su tesis central es que la crueldad
en la literatura puede jugar un papel positivo, puede estar justificada en
cuanto “pretende una transformación del lector, impulsarlo a la revisión de sus
valores, de sus creencias, de su manera de vivir” (p. 61); y Ovejero, que se
considera a sí mismo un “autor cruel”, nos aclara que de lo que se trata con
esa literatura que él juzga justificada no es de “volver el mundo más espantoso
de lo que es, sino de no dejarse engañar” (p. 86). Bueno, es muy posible que la
tesis sea correcta por lo que hace a la literatura, pero claramente no puede
trasladarse al Derecho, a las leyes, que no narran ficciones, sino que
prescriben comportamientos y en ocasiones amenazan con penas. Por ello, las
leyes no deberían nunca ser crueles.
En las primeras páginas del libro, Ovejero
pone a la novela picaresca como ejemplo de “género esencialmente cruel” y
recuerda una escena de El Lazarillo
en la que “un ciego revienta un jarro de vino en la cara del niño que está
recostado en su regazo, mientras el crío bebe a través de un agujero que le
había practicado en la base”, a la que sigue otra en la que el niño se venga:
“Lázaro le indica a su amo un lugar por el que podrán cruzar sanos y salvos;
tras decir al ciego que tiene que saltar con todas sus fuerzas para no caer al
agua, lo coloca frente a un pilar de piedras”. Quizás no sea muy forzado ver
aquí un paralelismo en relación con la situación en la que el anteproyecto de
ley coloca a las mujeres pobres, aunque haya también una diferencia que se debe
resaltar. Pues uno puede entender que el Lazarillo tuviera motivos (más bien
que razones) para querer vengarse del ciego. ¿Pero cuáles pueden haber sido los
del Gobierno (o los del ministro Ruiz Gallardón) para arremeter contra las
mujeres pobres y, en el fondo, contra todos aquellos (mujeres y hombres) que rechazamos
la crueldad en las leyes?
[1] Los artículos aparecieron en el número 23 de enero-febrero y el
texto completo de la polémica se publicó en el libro colectivo Derecho sanitario y bioética. Cuestiones
actuales (coordinado por M Gascón, M.C. González Carrasco y J. Cantero).
Tirant Lo Blanch, Valencia, 2011. Puede consultarse en
lamiradadepeitho.blogspot.com.es
Manuel Atienza:
ResponderEliminarDistinguido profesor, esta mañana, en el programa de la SER que conduce Javier del Pino, “A vivir que son dos días”, ha sido citado usted, como singular y prestigioso filoso del derecho, por la jurista Manuela Carmena a propósito de sus ideas sobre el derecho de la mujer a interrumpir voluntariamente su embarazo. Así que, dado el interés de una cuestión tan importante, aquí me tiene enredado con Internet y buscando sus opiniones. El resultado ha sido el encuentro con su artículo de 2009, “¿Es el aborto un derecho?” y el más reciente, “Una ley cruel”. También he descubierto más texto y documentación relacionada con su pensamiento y su docencia, así como este blog que utilizo para felicitarle y agradecerle su valentía, su sinceridad y la claridad de su relato, capaz de ser perfectamente entendible por un profano.
Reciba mi más sincera felicitación y mi agradecimiento.
Un saludo,
Cecilio Fernández Bustos